Benjamín de Tudela: a través de la geografía sagrada
Benjamín de Tudela se adelantó a otros viajeros célebres que, como Ibn Battuta o Ibn Yubair, plasmaron el relato de sus viajes en obras conocidas como rihla, género en el que se inspira nuestro autor para su libro de viajes: Séfer Masaot.
La obra, de carácter antropológico, recoge observaciones de los países que visita en el siglo XII, haciendo hincapié en las comunidades judías.
Cuentan que Saladino, necesitado de dinero para continuar la lucha contra los invasores cruzados, llamó a un rico judío para confiscarle parte de su fortuna y destinarla para acometer su empresa. Pero el indulgente soberano musulmán quiso concederle una alternativa al comerciante y le propuso un acertijo. Le preguntó cuál era la mejor fe; si el judío contestaba: “la judía” era menospreciar la fe del sultán; si decía: “la musulmana”, era una apostasía; en uno u otro sentido, un pretexto para la confiscación.
Pero el judío respondió con una historia edificante: “Excelencia, había un padre que tenía tres hijos y un anillo adornado con una piedra preciosa, la mejor del mundo”. Los tres hijos rogaban al padre que les dejara la sortija al morir, y el padre, para contentar a todos, llamó a un orfebre y le dijo: “Señor, hacedme dos anillos semejantes a este y colocadle a cada uno una piedra parecida a esta”. El maestro hizo dos anillos tan parecidos, que nadie, además del padre, podía distinguir el verdadero. Llamó aparte a cada uno de sus hijos, y le dijo el secreto a cada uno, y cada uno creyó recibir el verdadero anillo, que sólo el padre conocía bien. Es la historia de las tres religiones, excelencia. El padre que las ha dado sabe cuál es la mejor, y cada uno de sus hijos, es decir, nosotros, creemos que tenemos la buena”. El sultán se quedó maravillado, y dejó que el judío se marchara sin pedirle nada.
A su paso por Palermo, la Perla de Sicilia, Benjamín de Tudela pudo haber oído esta historia que recogería más tarde el ignoto compilador del Novellino (compilación de cuentos escritos en el siglo XIII en la Toscana, Italia, por autores anónimos).
Y esta misma prosperidad de sus correligionarios asentados en Dar-al-islam lo había llenado de júbilo a su paso por Bagdad y Damasco. A este intrépido viajero me lo encontré un día entre las notas de un viejo volumen en Tadmur, en medio de las ruinas de Palmira, y luego otra vez en Irán, al visitar el zigurat arruinado de Borsippa, que Benjamín había descrito, confundiéndolo con la Torre de Babel, tal y como hoy se la ve, “hendida por el fuego de dios”.
Pero ¿quién era este Marco Polo judío que había de consumar una odisea extraordinaria, desde su Tudela natal hasta el Océano Índico y la China de los tártaros? Poco sabemos de él, salvo que debió de realizar su viaje entre 1165 y 1173 y que murió hacía 1175, sin haber tenido mucho tiempo de redactar ni ordenar sus numerosas observaciones. El anónimo prologuista, encargado de dar forma definitiva al libro, nos lo presenta como un hombre de singular discreción y muy instruido, buen conocedor de los textos sagrados y de la historia antigua. Escribió su Séfer Masaot,[1] o libro de viajes en hebreo, sin duda en la lengua franca durante su recorrido, pero debía entender el árabe e incluso el griego y el latín. En al-Andalus era mucha la fama de estos judíos trilingües, inestimables como embajadores, consejeros y traductores. Admirable este siglo XII, al que perteneció nuestro viajero, que nos muestra un panorama plural: el de la Escuela de Traductores de Toledo, el del granadino Moshé Ben Ezra ̶ quien escribió el más importante tratado de teoría poética judía en árabe, el de la Edad de Oro de la poesía hispano-hebrea ̶ en fin, el de Maimónides el sefardí, quien redactó en lengua árabe la mayoría de sus tratados teológicos y fue médico en el califato de El Cairo. ¿Cómo no reconocer el paso decidido de Benjamín de Tudela, la imagen de ese judío universal, de talante más abierto, que propiciaron las cortes andalusíes? Sin abusar del estereotipo idealizado, en el contexto medieval, de una imagen impermeable a los conflictos, la convivencia de las tres culturas en suelo hispánico nos habla de un relativismo religioso, acaso, más extendido de lo que se cree. Nuestras ciudades han conservado, en sus aljamas y juderías, las huellas de una segregación en el espacio urbano, acaso como fórmula que posibilita la admisión del otro. Es esa diversidad del mundo, a lo que Benjamín se entrega con fruición, lo que me parece más rescatable de su relato.
El Séfer Masaot, por lo demás, se parece mucho a un tratado de geografía, o a los libros de viajes (rihla) inspirados en los modelos árabes de la época. Su finalidad primordial era informar de la situación social y cultural de las comunidades judías en todo el mundo conocido, de forma que el libro se ha convertido en fuente esencial para conocer la economía, demografía y cultura judías de su tiempo. No obstante, si lo primero que Benjamín anota es la importancia de la población judía y el nombre de los letrados y responsables comunitarios, su interés está lejos de reducirse al mundo hebreo y a los más relevantes acontecimientos históricos del momento ̶ las cruzadas, el cisma en el papado, y los conflictos de Oriente en el ocaso de la dinastía islámica fatimí ̶ no escapan a su atención. Menciona la escuela de Salerno y el hecho de que en la ciudad de Sorrento se encuentra un aceite llamado petróleo que se utiliza como remedio. Se interesa tanto por el cultivo de perlas en el Golfo Pérsico como por las técnicas de pesca de que se emplean en el Nilo.
Benjamín de Tudela consideraba al papa de Roma con el mismo interés que al califa de Bagdad, al sultán de El Cairo o al exilarca de Mesopotamia. Y la Enciclopedia Judía lo cita como fuente primordial de nuestro conocimiento sobre la corriente mesiánica impulsada por David Alroy, surgido algunos años antes de su paso por la región.
Benjamín ha excitado desde siempre la atención de los estudiosos. ¿Cuál era el objetivo de sus viajes? ¿Por qué prestaba esa atención casi obsesiva a los artesanos judíos especializados en la tintura? ¿Sería un negociante interesado en el comercio de las piedras preciosas? ¿Era un emisario de las academias rabínicas de la península en busca de una ayuda material? ¿Un peregrino de los numerosos que emprendieron el camino hacia los lugares santos? Si se recuerda cómo la idea del homo viator es la metáfora absoluta de la Edad Media y añadimos la importancia de la errancia en la cultura judía, si se valora además el siglo XII como ámbito de desarrollo económico y de renacimiento intelectual y espiritual, podrá entenderse cómo las diversas modalidades de viaje (peregrinación, vagabundaje, comercio, exploración geográfica, viaje de estudios o indagación mística) constituyen el más claro signo de la ampliación del horizonte mental de la época. Extraña movilidad la de los nombres de la Edad Media, que llevará al descubrimiento (pero también a la invención) del Otro.
En El Cairo había contado él no menos de siete mil judíos, muy ricos y estudiosos de la Torá.
En cuanto a Benjamín de Tudela, el interés económico y comercial se uniría sin duda al deseo de catalogar los lugares bíblicos. Una vez en Tierra Santa se despierta su interés por los Sepulcros de los Patriarcas y esta curiosidad marcará toda su travesía por Mesopotamia. Así, reverencia la tumba del profeta Ezequiel ̶ equivalente hebreo a Santiago de Compostela, que atraía a multitud de judíos y musulmanes ̶ y va marcando en sus desplazamientos otros hitos de la geografía sagrada. Pero en lugar de contentarse con un banal inventario, como hicieron tantos de sus contemporáneos, Benjamín concibió su libro como una suerte de “Guía” para el uso de peregrinos, dando indicaciones de distancias o el nombre de instituciones o individuos que podían prestar hospitalidad al caminante.
Su vocación de geógrafo o ̶ nos atreveríamos a añadir ̶ de precoz antropólogo y periodista lo llevó a consignar aquellos hechos que llegaban a su vista u oídos y que consideraba curiosos o dignos de mención. Como comerciante se exalta ante la vida febril de los zocos árabes; como judío devoto, nos refiere la casa de Salomón en Jerusalén; como hombre de su época, muestra su fascinación por la riqueza del Oriente.
Nos cuenta acerca de las pesquerías de perlas en la costa malabar; anota la diversidad humana que pulula por las calles de El Cairo, encrucijada de todos los comerciantes del mundo; las maravillas arquitectónicas de Roma que casi palidecen al compararlas con las mezquitas de Damasco y su muro de cristal, “hecho por arte de los encantadores”.
Su itinerario ha conocido numerosos impugnadores y también doctos apologistas. Los historiadores han utilizado su libro para la historia económica y política, no sin advertir al mismo tiempo sus elementos legendarios. Hay quienes han visto en él otro Manderville que habría recorrido el mundo sin salir de su aldea, mientras otros defienden como plausible todo su recorrido. Lo cierto es que Benjamín de Tudela mezclaba las descripciones de los países que efectivamente visitó ̶ el área septentrional del Mediterráneo, Oriente Medio, Irán y Egipto ̶ con consideraciones sobre otros países que debió conocer de oídas, como Alemania, Rusia, Yemen, Etiopía, Ceilán y China. A propósito de estas últimas regiones, el relato se torna más general y vago propiciando la aparición de ese lugar común de la cultura medieval que es “lo maravilloso”.
Si el Mediterráneo constituye el mar de la racionalidad y la civilización, el océano Índico será interpretado como un “contra-mediterráneo”, espacio de todos los prodigios. La “Razón” medieval produce monstruos. No falta en la relación de Tudela la alusión al águila gigante de los mares helados de China, otra versión del Ruc, el legendario pájaro que puebla por igual los escritos del mundo árabe y del cristiano, de Abu Hamid al-Garnatí, a Marco Polo, hasta encontrar lugar de honor en el Manual de zoología fantástica de Borges. Ni tampoco las riquezas fabulosas en oro, especias y pedrerías, ni los perfumes (esa “mirra aromática del lejano Tíbet”) con que la imaginación occidental adornaba las tierras levantinas.
El Oriente representaba la utopía del refinamiento y la abundancia y suscitaba en el imaginario popular la codicia de un lujo desconocido. Situado en los confines de la Europa medieval, Bizancio era un puente casi irreal hacia un mundo bárbaro del Asia misteriosa y exótica. Allí encuentra Benjamín las más grandes iglesias y los palacios más suntuosos, como el de Blanchernes, con un “trono de oro y piedra noble y una corona áurea […] en la que hay incontables piedras preciosas, tantas que, por la noche, no es necesario poner allí lámparas, pues todos ven la luminaria que desprende la luz de las piedras preciosas”. Y, si bien “los griegos del país son muy ricos en oro y piedras preciosas, visten trajes de seda, con encajes de oro tejidos y bordados en sus vestiduras” a nuestro viajero le parecen afeminados, apuntando quizá los primeros síntomas de decadencia del Imperio.
Con todo, entiendo que el juicio de mayor interés no reside en lo falso, sino en indagar por qué estos dos ámbitos se mezclan con tanta libertad. Y es que, si esta preferencia por el registro de lo extraordinario resulta general en la época, si los mirabilia occidentales tienen su equivalente en los °aja’ib (prodigios) árabes, ello responde a que en ambas tradiciones lo maravilloso constituye un dispositivo de traducción de la diferencia, un modo de conocimiento de la alteridad.
El Séfer Masaot es además una de las primeras obras en hacerse eco de la leyenda de Preste Juan, el monarca cristiano que desde Oriente amenazaba al imperio de Saladino y debía salvar la Jerusalén cristiana. Benjamín nos cuenta la historia de la alianza entre estos infieles turcos y los israelitas, así como de la derrota que infligieron al rey de Persia, oída directamente de uno de los participantes en la contienda. En estos años circulaba incluso una carta que el Preste Juan habría enviado al emperador de Bizancio donde se decía propietario del río Ydonis que se decía llegaba del paraíso colmado de esmeraldas, zafiros, rubíes y … ¡de pimienta!
Nuestra sensibilidad científica y positivista se extraña de ver consignadas, junto a estas leyendas, descripciones precisas de otros fenómenos con los que nuestro viajero entró en contacto, como el Nilómetro (“a doce codos sobre el nivel de las aguas”) y el Faro de Alejandría (visible “a una distancia de cien millas”).
Frente a los peregrinos occidentales, que no descubrirían el islam hasta el siglo XIII, Benjamín de Tudela nos ha legado preciosas informaciones acerca del “otro mundo”, bien terrenal que descubría al hilo de sus andanzas.
En un relato en buena medida impersonal y parco en descripciones, resalta la atención prestada a Bagdad, que tuvo la suerte de visitar antes de la invasión de los mongoles. Tierra de palmeras, huertas y vergeles, “a ella vienen de todos los países con mercadería y en ella hay hombres sabios, filósofos conocedores de toda ciencia y magos conocedores de todo tipo de encantamiento”. Si el viajero valenciano Ibn Yubayr, que pasó por allí unos diez años más tarde, hacía notar que la mayoría de los edificios habían desaparecido y que no quedaba en la urbe musulmana sino el prestigio de su nombre, Benjamín no encuentra palabras para traducir su admiración. “El califa es inmensamente rico y respetado por los príncipes de Turkmenistán, Persia y el país del Tíbet. Mejor aún: es infinitamente sabio. Viste ropajes regios hechos de oro, plata y lino, y en la cabeza lleva un turbante con piedras preciosas de incalculable valor. Sobre el turbante, una pañoleta negra para simbolizar su humildad ante las cosas del mundo, como diciendo: “Ved, todo este honor lo cubrirá una tiniebla el día de la muerte”. A la sombra de este hombre piadoso, versado en la Torá de Israel, viven unos cuarenta mil judíos “en tranquilidad y honor”. No sólo florecen las sinagogas; hay también una “Casa de la Sabiduría” e incluso hospitales para dementes, como el Dar al-Maristan, donde cuidan a los que enloquecen “por causa del calor” hasta que pueden partir, sanos y libres, en el invierno.
Frente a la vivencia libresca del espacio por parte de los peregrinos cristianos, extraños a la realidad que pisaban, el sentido práctico de nuestro caminante abre sus ojos a sociedades diversas. Frente a la visión de universos infranqueables que propiciaron las cruzadas, nuestro avispado mercader nota sin sarcasmo la “inter-confesionalidad” del comercio.
Los peligros del mar, los piratas de Berbería, la fiebre o las fatigas del camino, que humanizan tantos relatos de exploración, están sin embargo ausentes del Séfer Masaot. Aunque no debieron faltarle ni la paciencia, ni el dinero, ni la fe, nada sabemos de su itinerario íntimo y personal. Conocemos sólo las millas, las leguas medidas en distancia de carro, los puntos entre dos desplazamientos. El caminante se desdibuja: él es el camino. El nomadismo deviene movimiento natural: nada hay definitivo. Benjamín apenas sobrevivió a su viaje: el ciclo de su errancia se cierra conjuntamente con el de su vida. Pero antes, la aventura del hombre coincide un momento con la aventura de su decir: el exilio culmina en la escritura, el Libro: la única patria.
Mayté Pérez es hispanista
[1] La primera edición vio la luz en Constantinopla en 1543. Un estudio de los avatares del libro y sus traducciones se encontrará en la primera edición de José Ramón Magdalena Nom de Deus: Libro de viajes de Benjamín de Tudela, Barcelona, Riopiedras, 1989.