Loja, entre la nieve y el trigo

Cuando seguimos la Ruta de Washington Irving y llegamos a Loja, es difícil imaginársela guardada por los desfiladeros que describieran llenos de admiración los poetas andaluces y los viajeros románticos.

 

Y más difícil es volver a tener la visión de una alcazaba imponente, erguida sobre un alto cerro y dominadora del contorno; tan sólo podemos hacernos una idea de su potencia al contemplar los restos del rosario de torres: del Homenaje, Ochavada, de las Almenas, del Maestre, del Agua, de Basurto…, y, más que recorrerla, imaginarla, contemplando lo que queda del arco monumental de su entrada, de la puerta del barrio del Jaufín, el gran aljibe, de la orgullosa cúpula.

Iglesia de San Gabriel

Hoy, visualmente, la ciudad, aun siendo todo lo contrario que llana, está hundida en una depresión geográfica dominada por el ojo del transeúnte, indefensa ante la mirada crítica de cualquiera que busque las contaminaciones urbanísticas de rigor en estos tiempos de cemento y ladrillo. Pero, así y todo, no sale mal parada esta guarda, centinela insobornable, de la Granada nazarí que sucumbiría ante las tropas de Fernando III antes que Alhamar de Arjona se convirtiera en aliado del castellano y que resistiría después contra viento y marea gracias a su adalid Aliatar, en medio de los avatares de las guerras civiles.

Los consabidos cronicones de los siglos XVI, XVIII y aún los del siglo XIX le buscan orígenes asentados en Turdetania, o como mínimo, en Roma. Las pinturas rupestres de los abrigos cercanos ponen muchísimo más atrás la presencia humanos en sus parajes, pero ciudad, lo que se llama ciudad, no lo fue Loja hasta los años en que los Omeyas suspiraban por terminar con la herida de la rebelión del muladí Omar ibn Hafsún, sin cicatrizar durante muchos decenios.

Época confusa y abierta aquella que el cronista al-Joxani describía de manera colorista con personajes que todavía no habían aprendido el árabe, gentes que aún exhibían apellidos godos y latinos y en la que los emires de Córdoba labraban los capiteles del avispero político del califato pactando lealtades con los señores cristianos de la guerra. Ahí, en ese momento, nació en verdad Loja, que hoy es un valle y ayer hasta una cima.

Pero tampoco exageremos la teoría sobre los orígenes cercanos porque realmente lo son acaso más: la ciudad que hoy vemos es, sobre todo, Renacimiento y hasta echa por tierra el adagio de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Si hasta 1492 el enclave había sido sobre todo alcazaba  ̶  y un racimo de casas que se descolgaban escarpa abajo  ̶  a partir de ahí, cuando ya no había nada que defender ni en un lado ni en otro, el llano  ̶ la vega ̶   pasó de peligrosa a fructífera; quienes construían castillos los cambiaron por palacios y los que defendían con obstáculos los vados fluviales se apresuraron a construir grandes puentes porque ya no había enemigos a los que impedir el paso sino mercancías con destinos lejanos y viajeros con muchos días de camino por detrás y por delante.

Puente Barrancón.

Vista del puente ferroviario Barrancón construido en el siglo XIX por alumnos de la escuela de Eiffel.

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El airoso puente sobre un Genil siempre viajando desde los confines de la nieve y cada vez más cerca de la campiña del trigo, se planta en medio del valle y de los montes del escudo de Loja, entre la vía que llegaba de Sevilla y de Granada, y las primeras cuestas del territorio de la antigua medina.

 

 

 

La Loja andalusí permanece a duras penas en la mole de la alcazaba y en la cal de su barrio, pero de ahí para abajo reinan los estilos pétreos desgranados a finales del siglo XV y en el siglo XVI que también fue para Loja un Siglo de Oro. Se levantaron entonces la Iglesia de Santa Catalina y San Gabriel, ideada nada más y nada menos que por el maestro Diego de Siloé, y comenzó a erigirse la que se ubicaba sobre el solar de la antigua aljama, la iglesia de la Encarnación. Eran los símbolos del nuevo poder religioso, del nuevo poder en definitiva en unos tiempos en los que, en todas las culturas, mandaba la concepción de la ciudad celeste y todas las religiones tenían a los monarcas a su servicio.

Iglesia de San Gabriel

Inscripción en árabe sobre el arco de la puerta en la Torre del Homenaje

 

En la Plaza de Arriba, el Consejo organizaba la ciudad con idéntica rapidez con la que apenas un cuarto de siglo después se organizaría las de América, construyendo las casas Consistoriales y el Alhorí del Trigo, primer depósito de Loja, y casi sin dar tiempo al tiempo, la Almona, la Alhóndiga del Pan, la Carnicería, la Pescadería, los mesones, los molinos, los hospitales para epidemias mandadas por Dios y heridas causadas por los hombres…, el nuevo pósito, el que todavía podemos ver con sus bellas arcadas y sus escudos de piedra que acabaría integrando dentro de sí a varios de los otros edificios.

Corrían los años en los que todavía los ayuntamientos estaban convencidos de ser hijos del viejo senado romano, en los tiempos en los que  ̶ arrumbada la mítica al-Andalus ̶   cada cual pugnaba por convertirse en vástago de César y de todos los vires del antiguo imperios.

Iglesia de San Gabriel

Lápida cuadrangular, de un arca paleocristiana de mármol de Génova, con una inscripción latina que se encuentra expuesta en la Iglesia Mayor de la Encarnación.

 

Con la prosperidad llegaron también los frailes y las monjas en busca de limosnas de la regla del fraticello que se albergarían en los conventos de San Francisco y de Santa Clara, este fundado por el cardenal franciscano, como no podía ser menos, Hernando de Talavera que, antes y al contrario que otro purpurado, Gonzalo Jiménez de Cisneros, llevaba adelante una religión integradora formando orquestas y coros con moriscos que impregnaban de escalas musicales orientalizantes las ceremonias religiosas e incluso permitiéndose el lujo y la libertad  ̶ aún no había llegado el rigor de Trento ̶  de introducir en la liturgia de las misas frases y oraciones en árabe.

En el cenobio de las monjas aún puede admirarse la portada gótica flamígera de la iglesia y el bello artesonado mudéjar de su interior. Del de los frailes, desamortizado a principios del segundo tercio del siglo XIX, quedan los arcos de su claustro, indeleblemente unido a la cofradía de la Vera Cruz.

Iglesia de san Gabriel en Loja

Techo y cúpula de la Iglesia de San Gabriel

Detalle cúpula de la Iglesia de San Gabriel en Loja

Detalle de la cúpula de la Iglesia de San Gabriel

Fachada de la ermita de san Roque

Fachada de la ermita de San Roque

Detalle cúpula de la sacristía en la ermita de San Roque

Detalle de la cúpula de la sacristia de la ermita de San Roque

Para las devociones populares quedaban las ermitas, desparramándose por el centro, los arrabales y el descampado: de la caridad, de San Roque y otras muchas que han sido majadas en el matraz del tiempo, la incuria y las convulsiones de una historia sin sosiego. Porque en el siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, llegaron los años de las vacas flacas. No sólo en Loja, sino en toda Andalucía, encaminada mal que bien por la senda de la economía agricultora de cereal a la que amaba y combatía intermitentemente un sol padre y tirano.

Aparecieron primero los rosarios de la aurora como protesta larvada a las medidas de ilustrados teóricos y déspotas prácticos, y más tarde, las revueltas campesinas como la del albéitar Pérez del Álamo que mantuvo durante muchos días en jaque al estado antes de ser vencida son la lógica de los fusiles. Sus protagonistas son hijos de Loja que jamás tendrán un monumento.

Iglesia de San Gabriel
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Ibn al-Jatib es un hijo insigne de Loja. El famoso polígrafo y poderoso visir nazarí del siglo XIV era valeroso tanto con la pluma como con la espada, como anunciaba su título oficial como ministro: “el doble visir” (“Dhu-al-Wizaratayn”).

“El sultán [Muhammad V], confiesa él, me ha encargado velar por su cancillería secreta… cargo reforzado por el mando (de los ejércitos), la gestión del visirato, las misiones de embajadas ante los reyes… él ha puesto en mis manos su sello y su espada”.

Lo conocen todos los fezíes, incluso si te ven predispuesto te cuentan el relato o la leyenda de la Puerta: a Ibn al-Jatib las intrigas palaciegas lo llevaron a la muerte. Dicen que fue ajusticiado en su prisión y llevado después a una hoguera situada en esa entrada de la ciudad que él iluminó con la antorcha de su cuerpo. Y así quedó. Iluminada para siempre con el recuerdo de su sabiduría en todos los campos de la cultura, con la herencia que de cuanto él recogió seguimos recibiendo sin saberlo.

Sin saberlo, quien compone una seguidilla o un romance para cualquier fiesta, para las cruces del mayo florido de Loja, por ejemplo, está siguiendo una línea marcada por Ibn al-Jatib, el lojeño. Amigo de Ibn Jaldún al que salió a recibir, quizá en Loja, cuando este se acercaba a Granada hace ahora casi 750 años.

 

Antonio Zoido. Escritor

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