Más allá de las columnas de Hércules
Parte I
«En el punto donde confluyen el Mediterráneo y el Océano Atlántico se encuentran los faros de piedra y bronce que construyó el gran rey Hércules. Cubiertos con inscripciones, y coronados por estatuas, parecen querer decir:
Más allá de aquí no hay nada, más allá de aquí no existe paso para aquellos que se introduzcan en el océano desde el Mediterráneo. Ningún barco puede adentrarse en el océano, donde existen tierras en las que no vive nadie y son la morada de animales salvajes. Dónde empieza y dónde acaba es algo incierto. Es el Mar de Shadmus, el Mar Verde, el Océano Circundante.»
En la Edad Media, el Atlántico era para los latinos el Mare Tenebrosum, mientras que para los árabes era conocido como Bahr al-Zulamat. En ambos casos significa “El Mar de las Tinieblas”, y cualquiera que mire hacia el oeste desde la costa norte de Portugal y vea los intensos bancos de nubes que cruzan el horizonte, habrá de admitir que es el nombre adecuado para el Atlántico. Enunciaba un fatal augurio: para los cristianos, la palabra tenebrosum sugería al diablo; una evocación del Príncipe de las Tinieblas, lo que muestra con creces el miedo y la ignorancia que el hombre medieval sentía respecto al Océano Atlántico. Pero también tenía nombres más propicios; dos de ellos, el “Mar Verde” y el “Océano Circundante” aparecen en el pasaje que acabamos de señalar, del historiador y geógrafo árabe del siglo X al-Masudi, cuyos trabajos están plagados de asombrosos datos geográficos. Los árabes utilizaron también otras nomenclaturas, como la culta Uqiyanus, una transliteración directa de la voz griega okeanos, e incluso en fuentes posteriores del occidente musulmán aparece como Bahr al-Atlasi, “El Mar de la Montañas del Atlas” una traducción directa de la palabra “Atlántico”.
Representación mitológica de los seres que habitaban los océanos según la obra Atlas van der Hagen. Novissima Totius Terrarum Orbus Tabula. 1690. (Detalle).
Pero el nombre más frecuente para el Atlántico fue Bahr al-Muhit, el Océano Circundante, u “Océano que lo rodea todo”. Este nombre encarnaba un concepto muy antiguo. Los babilonios, y tal vez los sumerios antes que ellos, veían la parte del mundo que no estaba habitada como un barco invertido, una gufa, flotando en el mar. Esta antigua palabra sumeria se usaba para definir los barcos de fondo redondo hechos con juncos que se utilizan en las marismas del sur de Irak, donde todavía se les llama así. Tanto el nombre como el concepto han demostrado tener una extraordinaria supervivencia. La idea pasó de Babilonia a los griegos, y los geógrafos, desde Heródoto hasta Hecateo describían el mundo como si estuviera rodeado por todas partes por un océano universal, incluso cuando los límites del mundo entonces conocido se habían ampliado hasta mucho más lejos de lo que los babilonios podrían haberse imaginado.
Mucho después de que Aristóteles demostrara, en el siglo IV, que el mundo era esférico, la imagen de los antiguos babilonios aún prevalecía. Al-Masudi escribió casi 1.400 años después de Aristóteles, y plenamente consciente de que la tierra era redonda, que se podía comparar con un huevo flotando en el agua. El historiador Ibn Jaldún, 400 años después de al-Masudi, y casi 1.900 después de Aristóteles, comparaba la parte deshabitada del mundo con una uva flotando en un pequeño plato de agua.
Vista aumentada de una tabla de arcilla parcialmente partida que contiene inscripciones cuneiformes y un Mapa babilonio del mundo, probablemente de Sippar, Mesopotamia, Iraq, 700-500 a.C. Museo Británico. Londres.
Los babilonios apenas poseían conocimientos acerca de las tierras que se extendían más allá de Mesopotamia y sus alrededores más inmediatos. La imagen que tenían del mundo hundía sus raíces en la cosmología, que se basaba más bien en la observación. El hecho de que los babilonios pudieran demostrar que todas las grandes masas de agua que rodeaban el globo estaban conectadas entre sí se debió a un hecho fortuito. Sin embargo, fue esta idea, que después pasó a los griegos, y más tarde a la Europa medieval a través de los árabes, la que contribuyó a los descubrimientos geográficos de los siglos XV y XVI.
Hernando Colón, en la biografía de su padre Cristóbal, enumera las fuentes clásicas y medievales que indujeron al almirante a pensar que podría llegar a las Indias si navegaba hacia el oeste. Una de sus principales fuentes fue la obra De Caelo, (De los Cielos) de Aristóteles, un libro que se dio a conocer a partir del siglo IX en su traducción al árabe, y que contaba con abundantes anotaciones de al-Masudi. El texto original en griego llegó a Italia en el siglo XV, tras la caída de Constantinopla, en el año 1453, pero no se publicó hasta finales del descubrimiento de América. Sin embargo, en España ya se conocía desde el siglo XII por los comentarios a la obra que realizó Ibn Rush de Córdoba, el Averroes de la Edad Media para el mundo latino. No se sabe si Colón conocía el De Caelo a través de las traducciones al latín de Averroes, o más directamente, a través de las nuevas traducciones de los humanistas italianos del Renacimiento con los que estaba en contacto. En cualquier caso, este es el pasaje que hizo volar su imaginación:
“Todo cambia mucho; me refiero a que las estrellas que están en lo alto y las estrellas que se ven son distintas según se mueva uno hacia el norte o hacia el sur. De hecho, en Egipto y en los alrededores de Chipre se ven muchas estrellas que no se ven en otras regiones, y estrellas que nunca pueden verse más allá del radio de observación, ni en el amanecer ni en la puesta del sol de las regiones del norte. Todo esto viene a demostrarnos no sólo que la tierra es de forma esférica, sino que es una esfera no de gran tamaño, pues de lo contrario, tal mínimo cambio de lugar no podría apreciarse de manera tan inmediata. De ahí que uno no debería estar tan seguro de la incredulidad de aquellos que no conciben que haya una continuidad entre las Columnas de Hércules y partes de la India, de modo que el océano sea uno. Una evidencia más a favor de esta afirmación que refieren, es el caso de los elefantes, especie que se da en cada una de esas regiones extremas, lo que da a entender que las características comunes de esas regiones situadas en ambos extremos explican su continuidad. Del mismo modo, los matemáticos que intentan calcular el tamaño de la circunferencia de la tierra llegan a la conclusión de que su volumen es esférico, y también que al compararse con el de las estrellas, no es de gran tamaño, 400.000 estadios”. Esto indicaba, no sólo que la tierra tenía forma esférica, sino que comparada con otras estrellas no tenía un tamaño muy grande.
La escultura denominada: «Las dos columnas de Hércules: Abyla y Calpe” se encuentra en el Estrecho de Gibraltar, en la ciudad de Ceuta.
Dejando a un lado la estimación de Aristóteles sobre las dimensiones de la circunferencia de la tierra, que es aproximadamente dos veces mayor, es fácil comprender por qué Colón tuvo en cuenta este pasaje. Aristóteles, la máxima autoridad en la Edad Media, da a entender que Asia podría extenderse justo alrededor del globo, tal vez juntándose con África, o al menos que ambas estuvieran bañadas por el mismo mar. De ahí que, si se partía hacia el oeste, cruzando el mar que lo circundaba todo, se pudiera llegar fácilmente a Asia.
Esta era al menos su teoría, apoyada por muchas más referencias clásicas, así como por leyendas medievales sobre las islas del oeste, e incluso por algo tan raro como el hallazgo de unos restos de madera labrada que las olas habían arrastrado hasta las playas de las islas atlánticas. Aun así, tuvo que superar una enorme barrera psicológica: la antigua creencia de que no había nada más allá de las Columnas de Hércules. Esta creencia fue acuñada en el lema Non plus ultra, “No hay nada más allá”, una frase de la que se hace eco al-Masudi cuando describe las estatuas, “las cuales parecen apuntar: ‘No hay nada más allá de mí’…”
Para el mundo clásico, las Columnae Herculis, las Columnas de Hércules, no eran en realidad columnas –o faros– sino dos puntos montañosos a cada lado del Estrecho de Gibraltar: Calpe y Abyla.
Imagen de un barco fenicio del siglo II, tallado en un sarcófago.
Estrecho de Gibraltar
Los fenicios navegaron a través de las Columnas de Hércules alrededor de 1100 a.C. y fundaron el primer puerto del Atlántico, Gadir (Plaza Fuerte) en el mismo lugar donde se encuentra Cádiz en la actualidad. En algún lugar tierra adentro se halla la región imaginaria –o tal vez ciudad– de Tartessos, como era conocida en el mundo clásico, y Tarsis según la Biblia. Los fenicios establecieron un rico comercio con el levante mediterráneo con el oro y la plata, dada la riqueza minera de Tartessos. También abrieron una ruta atlántica con las Islas Casitérides, las “Islas del Estaño”, localizadas probablemente en algún lugar de Bretaña, y con el Báltico, donde comerciaban con ámbar. El estaño era un componente esencial para la producción del bronce; el ámbar se utilizaba como ornamento. Los fenicios tenían un monopolio virtual de ambos, que protegían con celo, hasta el punto de hundir cualquier barco rival que se aventurara a navegar por el Mediterráneo occidental. Sus rutas comerciales eran consideradas un secreto de estado, y las fuentes clásicas aluden al menos a una nave fenicia que encalló antes que permitir que su rival le siguiera.
Los fenicios y sus sucesores, los cartagineses, establecieron colonias comerciales a lo largo de las costas norte y oeste de África. Hicieron también grandes esfuerzos por circunnavegar África, adelantándose en unos 2.000 años al príncipe portugués Enrique el Navegante. Uno de esos intentos fue sufragado por el faraón egipcio Neko II en el año 600 a.C., cuyo periplo fue recogido por Heródoto, siendo la única fuente de información de este viaje. El historiador griego llamó a África “Libia” y al “El golfo Pérsico” Mar Rojo.
Los fenicios que circunnavegaron África eran marineros con más conocimientos prácticos que teóricos. Los cartagineses debieron saber que sus compatriotas habían circunnavegado África en el sentido de las agujas del reloj. Los cartagineses realizaron su propia gran expedición alrededor del año 480 a.C. al mando del líder llamado Hannón, en la dirección contraria. Según una versión griega de la crónica original púnica de este viaje, Hannón realizó un largo trayecto en dirección sur, pasando la montaña volcánica a la que llamó “El carro de los dioses”, –que probablemente tuviera unos 998 metros de altura –, el monte Kakulima, la actual Guinea, llegando hasta Sierra Leona. Por el camino descubrió las Islas Canarias y las Islas de Cabo Verde, que más tarde cobrarían gran importancia al servir de escala en los viajes transatlánticos. Las Islas de Cabo Verde no se redescubrirían hasta 1455, cerca de dos mil años más tarde.
Vista del Teide, en Tenerife, desde la isla de Gran Canaria.
Las Islas Canarias bajo una nube de polvo del Sahara.
Las Islas Canarias son el ejemplo clásico de cómo se descubrían antiguamente los territorios y como se perdían después. Como hemos dicho, las descubrió Hannón en el siglo V a. C. y se exploraron y colonizaron en el año 25 a.C. por el rey Juba II, el docto rey mauritano que era esposo de Cleopatra Selene, hija de Marco Antonio y Cleopatra. Juba era un apasionado coleccionista de arte y estaba también muy interesado en las ciencias y la tecnología; inventó un innovador método para obtener un tinte color púrpura de la planta de la orchilla, cuya exportación desde las islas atlánticas resultaba muy económica hasta principios del siglo XX. Juba repobló las Islas Canarias con colonos de lengua beréber, tal vez los antecesores de los guanches. El conocimiento de la ubicación de las Islas Canarias se fue perdiendo de forma paulatina, incluso a pesar de que Lanzarote, la isla más próxima a la línea costera de África, se encuentre a unas 600 millas (menos de 100 kilómetros) al este del continente. Los griegos llamaron a las Islas Canarias Tōn Makarō Nēsoi, “las Islas de los Bienaventurados” y eran consideradas la tierra conocida más lejana hacia el oeste. Ptolomeo trazó su línea de longitud 0º –o primer meridiano– a través de las Canarias; los franceses lo siguieron haciendo hasta el siglo XIX.
Las Islas Canarias se volvieron a descubrir en el siglo XIII por un barco francés o genovés que se salió de ruta. En el año 1402, los normandos las conquistaron parcialmente, enfrentándose a una dura resistencia por parte de los guanches. En el siglo XV, España asumió el control de las Canarias y continuó su conquista. En plena batalla, Colón utilizó las islas como primera escala en cada uno de los cuatro viajes que realizó al Mar Caribe. Los guanches no fueron sometidos hasta finales del siglo XVI, desapareciendo prácticamente, tanto ellos como su lengua. A través de las pocas palabras que se conservan en guanche en las crónicas españolas, sabemos que hablaban un tipo de beréber, por lo que tal vez fueran descendientes de los colonos de Juba. Cuando los europeos los encontraron, los isleños ignoraban la existencia del continente; no tenían barcos, y no eran conscientes de que el resto de las islas estuvieran habitadas.
Paul Lunde.
Historiador y arabista
Texto publicado por cortesía de ARAMCOWORLD. 1992, Mayo-Junio.
Agradecimientos:
Área de Cultura de la Ciudad Autónoma de Ceuta.