Grazalema, en el envés de la Historia
El Parque Nacional de la Sierra de Grazalema acoge los famosos Pueblos Blancos de gran belleza natural y larga historia. Grazalema, en la Ruta de Almorávides y Almohades figura en la lista de “los pueblos más bellos de España”.
El paisaje de tierras de labor termina en cuanto se avista Villamartín; luego, en los cerros en derredor de la torre de Pajarete, reina la dehesa y, de repente, con un simple giro a la izquierda en el filo urbano de El Bosque entramos en otro mundo. Entramos en el reino del pinsapo, el más bello de los abetos, el más caprichoso, que busca asiento en pocos lugares del mundo: de aquí a la Sierra de las Nieves, en los Urales, en el Rif… El camino discurre hasta Benamahoma, pedanía de Grazalema, a compás del barranco que fue formando durante milenios el Majaceite que, aun siendo su afluente, manda sin embargo en la opulencia del Guadalete, el Río de la Sangre, de la Traición, según los calificativos que conforman los mitos del principio de al-Andalus.
Cuando la carretera ha gastado casi todas sus curvas llegamos al Puerto del Boyar, que es en apariencia un cruce de caminos. Pero, en realidad, se trata de un nudo que comunicó territorios, la puerta trasera de las provincias de Cádiz, Málaga, Córdoba, Sevilla y hasta Jaén, “la frontera invisible” de la larga coexistencia entre la Andalucía castellana y la del Reino nazarí de Granada. Es la raya de combates desconocidos en la Guerra de la Independencia contra Francia, un refugio silencioso de bandoleros y maquis… la cara oculta de las grandes luchas. Y el hito que alcanza la máxima pluviometría –2.000 litros por año– de la Península Ibérica.
Ahí se abre la aparente hondonada donde Grazalema extiende sus tejados como si fueran paños que una lavandera ha puesto a secar al sol. Por encima de todos ellos el horizonte se extiende hasta la planicie elevada tras la cual se adivina Acinipo, Ronda la Vieja. Así la llamaron en el Renacimiento quienes buscaban siempre el imprescindible origen grecolatino de las ciudades importantes. A nuestra espalda, el pico de San Cristóbal es la veleta que señala esta población como la más lluviosa de España e hicieron de ella un emporio textil en los siglos XVII y XVIII, gracias al agua que almacenan estos montes protectores.
Aquella prosperidad hizo de ésta una población uniforme, sin palacios y sin cabañas, llena de casas parejas en las que aún quedan elementos promovidos por la Casa de Arcos, que conquistó la villa en la agonía de la Granada nazarí: el arco arcense, entre Tudor y flamígero, permanece en las puertas, algunas en piedra y otras en ladrillo, todas enjalbegadas por cal de muchas añadas.
Pero más arriba, en los elementos que diseñan las fachadas, compiten el frontón partido del barroco tardío popular y el enrejado de las ventanas, hijos de un arte deglutido poco a poco. Este arte se basa en el mucho contemplar las casas señoriales hasta llegar a poder construirse una con los mismos cánones: son las mismas reglas que conformaron el paisaje andaluz, con las casas y los árboles, las cancelas y los arriates que las encuadran en su justo lugar.
La plaza la preside una iglesia, la de la Aurora. Tiene su fachada de grandes paramentos y torres chatas con aires de templo mexicano, aunque sean las mismas que las de pueblos vecinos como Zahara, también señoreadas por el Ducado. El juego de tejados que descienden desde su cúpula octogonal es, sencillamente, hermoso. Sobrepasa con creces la altura de las casas que la circundan, pero no desentona: hay cánones que, a pesar de ir contra los cánones, prevalecen.
La iglesia hace ya mucho que está en desuso, quizás en ruinas, pero del ambiente siguen colgando los cantos dulces y de conceptismo barroco de los auroreros:
A Dios gracias que habemos (sic) llegado
al templo divino acabando ya
de cantar por las calles la Aurora
y nuestros defectos Señor perdonad.
Acabamos ya
de llamar en las puertas cantando
para que el Rosario vengan a rezar…
Saura los puso en su película Llanto por un bandido raros versos de pie quebrado para la noche de bodas de José María el Tempranillo. Porque, aunque suene a tópico, aquí se casó y, al otro lado de la plaza, siempre tuvo una calle sin que se sepa por qué: la rotularon con su nombre, José María Jiménez. Tal vez sea el único bandolero que haya tenido una calle en Andalucía, pero, como la nobleza, el mito también obliga. En el de aquella época los bandidos románticos y los campanilleros se cruzan para formar el estereotipo de la “gente del bronce”, que ha quedado como sinónimo de gente aguerrida pero que, en su origen, simplemente se refirió a los grupos que cantaban al alba de los días festivos acompañándose de almireces, campanillas y sonajas.
Las calles que componen el puzzle de casas todas iguales, todas distintas, todas destilando los reflejos del sol en esta mañana de feria, se descomponen para dar paso a plazuelas recoletas, siempre delante, detrás o en el flanco de una iglesia o un viejo hospital. Allá arriba, donde hasta hace más o menos medio siglo sólo había chozas de pobres jornaleros, sigue alzándose la espadaña -almagra y blanca- de la iglesia de San José, que fue la de un convento carmelita.
Dice la voz popular que ahí, en el pequeño llano que se extiende antes del descenso hacia el casco de la Grazalema más antigua, nació el “toro de cuerda”, la corrida popular que se celebraba en bodas y en días señalados, tan popular que sus escenas están talladas en la sillería del coro de la catedral de Sevilla. Decaída en casi todas partes, hoy sigue siendo una nota distintiva del Domingo de Resurrección aquí y, por extraño que parezca, también en Arcos de la Frontera. Algún día habrá que estudiar la influencia de las casas señoriales en la formación de la personalidad de los pueblos.
Iglesia de San Juan de Letrán
Bajando hacia el centro, la cuesta realiza el milagro de que el paseante se tope con la iglesia de San Juan, que seguramente fue antes mezquita por algunos restos andalusíes y porque los constructores de la torre actual siguieron el sistema de cuerpos superpuestos que caracterizaba a muchos de nuestros alminares, por ejemplo, el de la mezquita de Córdoba.
Luego, por un pasaje lleno de ventanas con macetas en flor se llega al lugar donde estuvo emplazada la antigua puerta de la población. Una calleja conduce casi inexorablemente a un camino romano a la que algún experto atrevido ha llamado “camino nazarí”. Desde aquí el paisaje se abre, se vuelve de nuevo extenso y el serpenteo del “camino ballato” -empedrado en árabe, el mismo vocablo que acabó dando nombre de “Ruta de la Plata”, a la calzada romana entre Sevilla y Astorga- indica la dirección de Acinipo y de Ronda tras traspasar un lavadero, una ermita y la fábrica de mantas que recoge y resume el esplendor textil de otros días.
Calzada romana
Como en las torres chatas de la iglesia de la Aurora, Grazalema conserva aquí otro parentesco con América: mantas y ponchos de caballistas que, como muchas canciones y ceremonias, son auténticos productos de “ida y vuelta” de los que nadie sabrá nunca si empezaron aquí o allí ni quién influyó en quién.
La plaza, que preside el ayuntamiento, tiene una fuente de la que manan caños en la boca de cuatro caras gordinflonas talladas en piedra, rodeada de la mucha sombra que le presta un árbol singular, el pinsapo.
Cuando a mediados del año 1800 Pascual Madoz recogía información para su Diccionario Geográfico-Histórico de España el informante de Grazalema ni siquiera lo nombró en la enumeración de recursos de la zona.
Hace 40 años toda la Sierra del Pinar, loma a loma, no era más que la de los versos de Miguel Hernández: […] “de gañanes pobres y braceros”. Nadie la creía riqueza, ni pública ni privada. El agua de las torrenteras arrastraba, año a año, los pinsapos que encontraba en su indómito camino hasta la profundidad del Valle del Revés. Hoy es el Parque Natural que proporciona los recursos más sostenibles de la zona.
La Sierra de Grazalema posee la mayor concentración de pinsapos, la única especie arbórea que logró sobrevivir a la última glaciación.
Los pinsapos son árboles de gran altura, que llegan a medir hasta 30 metros. Son casi exclusivos de las Sierras de Málaga y Cádiz, y también de ciertas zonas del Rif marroquí. Considerado “el abeto español”, es una especie protegida, entre otras, en el área de la Sierra de Grazalema, estando incluso representado en la bandera de la localidad.
El parque, en su desmesurada zona de pinsapar ha quedado configurado como estaba, en ese estado semi-caótico que le presta la lucha libre de la Naturaleza, y eso le proporciona una belleza y una vida desmelenada que no tiene ningún otro espacio protegido de Andalucía, y concede la gracia de la visión memorable a quien tiene la suerte de recorrer la vereda que lo transita de extremo a extremo. Grazalema, mientras tanto, ha domesticado al árbol y lo ha elevado al rango de totémico. No sólo lo ha colocado en su escudo, sino que lo ha repartido por sus plazas y rincones. Ya de vuelta lo vemos, cada vez más pujante, en las curvas de la carretera que nos lleva a Benamahoma, que hace muchos años no era sino “La Huerta”. Porque es allí donde el pico de San Cristóbal, como un Cristobalón lorquiano cargado de nubes que son odres, hace manar el agua que guarda en los recovecos interiores de estos montes kársticos.
Lugar donde nace el río Majaceite en Benamahoma.
Caudal del rio Majaceite.
En Benamahoma el nacimiento del manantial creador del Majaceite, que incansablemente arroja a los campos 600 litros de agua por segundo, es un lugar sagrado con San Antonio como protector y como símbolo en una especie de singular hilemorfismo que encuentra en la Fiesta de Moros y Cristianos su liturgia anual.
Quien se decida a recorrer la distancia que separa Benamahoma del El Bosque siguiendo el curso del agua comprenderá la fuerza de este río, que presta al Guadalete su potencia para darle la fama, igual que hizo Grazalema en la Historia: todo tiene su haz y su envés.
Antonio Zoido
Es escritor