El oro de la Alhambra
Con el descubrimiento de aquel paraje, más allá del cementerio de San José, confirmé una de las grandes verdades que todo granadino conoce de primera mano. Ocurre en esta ciudad que la sorpresa acecha justo ahí al lado. Estás en el centro geográfico de Granada y sólo cogiendo un autobús, en unos minutos te plantas en un paraje donde, como si no hubieran pasado los siglos, aún puedes casi oir a los esclavos del último cónsul romano cavando agujeros en la montaña para provocar el ruina montium, es decir, el derribo de la montaña que facilitará el filtrado de la tierra para extraer su preciado tesoro: el oro. Ese oro cuya existencia era archiconocida en las riberas del Darro (el ‘Dauro’, el que ‘da oro’, según lo bautizaron los romanos) dio mucho que hablar en cuentos y relatos fabulosos sobre tesoros escondidos en enclaves ignotos.
El tesoro no estaba escondido. El tesoro es la propia montaña, la cual, como si de un barco varado en alta mar se tratara, se fue adentrando durante millones de años hasta la llanura de la vega granadina arrastrando, entre el aglomerado de arenisca, pizarras, cuarcitas y grava, milimétricos trozos del preciado metal.
Dos ríos lavan las riberas de la montaña de la Alhambra, el Darro y el Genil. Es por ello que dejan al descubierto en algunas partes de su recorrido las preciadas laminillas doradas. Donde más se supo siempre de la presencia del oro fue en la margen del Darro, por lo llamativo de los “aureanos”[1] buscando el oro al pie del Albaicín. El bajo precio del oro durante los siglos XIX y XX les convirtió en unos románticos pobretones a quienes los joyeros de la calle Reyes Católicos les pagaban un poco más para que continuaran su labor de titanes hambrientos. El reuma, el progreso y la emigración los borraron del cauce de este rio legendario. Pero había otro río, también aurífero, en el que nadie se fijaba.
De los que buscaron oro en la otra ribera, en la del Genil, poco se supo. El oro existía también en parajes como el Cerro del Oro (Cenes), el barrio granadino de Bola de Oro, o la Carretera de los Filtros, en Lancha del Genil, y en esos territorios también hubo buscadores de oro. Con el paso de los años fueron tomados por locos o por soñadores. Sin embargo, ellos sabían, como lo atestigua incluso un NODO de 1952, que allí, a la altura de la Lancha de Cenes (hoy rebautizada como Lancha del Genil), el oro abunda. Y sigue a la espera.
Cabe preguntarse por qué la ciudad ha permanecido durante siglos ajena al inmenso tesoro que está justo ahí al lado, detrás de la Alhambra, junto al cauce del Genil. Lo supieron también los franceses, que lo buscaron en la otra ribera, la del Genil, donde el metal es más fácil de extraer al ser el monte y la tierra más abundantes. Y a pesar de ello, durante todo el siglo XX nadie se acordó de aquellas minas perdidas.
Había que acercarse hasta aquel paraje junto al barrio granadino de Lancha del Genil, conocido como Hoya de la Campana, para entender este enigma en la ciudad de los olvidos. Es fácil el itinerario. Paseas hasta la Fuente de las Batallas. Tomas el autobús 33. El trayecto es breve, de unos 5 minutos, lo que te permite disfrutar de buenas vistas del Paseo del Salón y del rio Genil. Vas ya camino de Sierra Nevada y al llegar al límite con el pueblo de Cenes, es cuando te bajas del autobús de línea y tienes delante una mina de oro imponente, con sus cortados y sus túneles y un sinfín de tesoros de la historia y, si tienes tiempo para filtrar la tierra, hasta oro puro de 24 kilates.
[1] Aureanos, era el nombre con el que eran conocidos los buscadores de oro del río Darro.
Restos de la antigua mina de oro, de la que los lugareños más longevos recuerdan las galerías y subterráneos que se internaban en la mina, y que en la actualidad están anegados. Este paraje se conoce como Hoya de la Campana, pues a vista de pájaro, su orografía recuerda una campana invertida.
En aquel paraje abunda el metal, pero no la vegetación. Ciento veinte hectáreas (el doble si se añaden los terrenos auríferos del pueblo vecino) de terreno seco surcado por dos torrentes estacionales. El nombre del lugar, Hoya de la Campana es certero, pues realmente crees estar viendo una campana invertida cuyo interior mirara hacia el cielo. Fue la mano del hombre la que provocó este cambio en la naturaleza. En donde hoy se ve esta depresión profunda del terreno, en otros tiempos existió un enorme cerro que era la prolongación hacia el Valle del Cerro del Sol, aquel baluarte al sur del Llano de la Perdiz (como se conoce popularmente entre los granadinos) también llamado Parque de Invierno. Allí hay pinares en las alturas y esparto y romero en las zonas bajas. Y rastro de incendios, que por aquí los hay, demasiados.
Las primeras extracciones las realizaron los romanos, como hemos dicho anteriormente. Llegaron a construir un canal para llevar agua hasta la zona desde el rio Darro. Aún quedan restos visibles de aquel acueducto. También se pueden ver en las paredes del paraje los restos de aquel ingenioso invento que utilizaron para destruir el monte cuando aún no había pólvora ni dinamita. Del método ruina montium nos puede dar una idea perfecta la mina de oro de Las Médulas, en León, al hilo de lo que escribió Plinio el Viejo en el siglo I a.C en su obra Naturalis Historia, que después sería tambien citado por Estrabón en el siglo I d.C.
El ruina montium se empleó para llegar de manera directa hasta el filón aurífero. La montaña era horadada a diferentes niveles por un ejército de esclavos que, pico en mano, a la débil luz de los candiles de aceite (lucernas), iban excavando túneles mientras que, en la cima del monte, se embalsaba paralelamente el agua traída al efecto. De este sistema de explotación minera se pueden apreciar restos en la mina granadina, en los orificios de las paredes verticales de las montañas que cierran la citada hoya del paraje. También en algunas acumulaciones de tierra que a mitad de la montaña, situada en la parte alta de la mina, evidencian dónde se realizaba el filtrado posterior al derrubio.
Un poco más abajo, junto a la vereda que recorre como una cicatriz este territorio, se puede apreciar la zona que los estudiosos han establecido como la ubicación de lo que debió ser una balseta donde los árabes situaban a los cautivos que, en realas de hasta quinientos hombres, eran conducidos hasta la mina para realizar el penoso trabajo del filtrado de oro. Autores como Ahmad al-Razi (889-995) y después Ibn Hazm (994-1063) o Ibn al-Jatib (m. 1375) mencionan la existencia de extracciones de oro en la vertiente del rio Genil.
El periodo de dominación cristiana silenció sorprendentemente el asunto del oro, ya que los Reyes Católicos y sus sucesores, desde que tuvieron noticia de la existencia del preciado metal en su soñada Alhambra, decretaron la prohibición de su extracción, convirtiéndola en una actividad privativa de la corona. A pesar de los sucesivos informes que sus administradores les remitían sobre la existencia y la conveniencia de su extracción (caso de Hernández de Zafra o los marqueses de Mondéjar o de Campotéjar), esta no pasó de ser anecdótica o puntual. De este modo, el asunto del oro pasó desapercibido durante cuatro siglos, hasta el siglo XIX.
A partir de 1850 una verdadera fiebre del oro abocó al registro de numerosos derechos mineros sobre los terrenos rojizos de la Alhambra alta (Cerro del Sol) hasta más allá de Dilar. En 1858 se hablaba de la “California granadina” en alusión al oro de los depósitos aluvionares próximos a la ciudad. El epicentro de aquella locura colectiva se situó en el Barranco de Doña Juana, en la localidad de Huétor Vega, donde gentes llegadas de todos los confines del país se afanaron durante meses en buscar el preciado metal, con escasa suerte pero con sobrado ingenio para idear las más variopintas máquinas que extrajeran de la tierra el codiciado polvillo dorado.
El ingeniero de minas Tomás Sabau describía de la siguiente manera lo que vió en Granada en 1850: “¿Y cómo dejar de agitar la codicia de algunos, la aficción a los agios de otros, y la curiosidad de todos, al oir o leer la hiperbólica expresión de «Californias de Granada»? En las calles, en los paseos, en sus cafés, en las casas particulares, en todas partes se oye hablar del oro” […]; “acuden al Barranco de Doña Juana, distante tres cuartos de legua, donde las gentes de Huétor Vega están lavando; y al barranco Bermejo, donde la Sociedad Aurífera de Granada, la única que hasta la fecha da señales de vida, ha montado una máquina de ensayo por el nuevo procedimiento de M. Julio Napoleón Simyan; y al ver que con sólo lavar las arenas en unas grandes tazas de madera (dornillos) se obtienen algunos gramos de oro de más o menos tamaño, […] entusiasmados se hacen las mayores ilusiones, pensando todos en descubrir el ‘criadero primitivo’ que es el sueño dorado de todas estas gentes”.
Aquella fiebre del oro a la granadina se tradujo en reuniones en los cafés para contar a los más cercanos el último invento de una máquina que consiguiera extraer el oro finísimo de la gruesa arena, aunque la mayoría de aquellos artilugios no pasaran de ser grandes armatostes de madera y metal que pronto demostraban su ineficacia en este difícil empeño.
Los buscadores de oro en el rio Darro, a los pies de la colina de la Alhambra, en una foto de principios del siglo XX.
El empeño más decidido realizado en el siglo pasado corrió a cargo, entre 1875 y 1877, del marchante de arte parisino Juan Adolfo Goupil, quien llegó a construir toda una ciudad minera en la cortijada de la Lancha, con oficinas mineras, casas para los trabajadores y hasta un palacio propio con arco nazarí incluido. Pero la gran dispersión del filón de oro por los diversos valles hizo que hubiese que mover ingentes cantidades de rocas y arenas, lo que no hizo rentable la explotación, ya que la proporción del oro era de 0,45-5 g. de oro por cada metro cúbico de tierra removida.
A la izquierda, Juan Adolfo Goupil, el marchante de arte parisino que fue el artífice de la última aventura del oro granadina.
Goupil (que fuera galerista, entre otros, de Fortuny y de Van Gogh) falleció sin haber encontrado el oro en las cantidades esperadas, aunque su mina comenzaba a dar cierto rendimiento cuando le sobrevino la muerte. Sus hijos, residentes en París y herederos de una de las mayores fortunas de Francia, se deshicieron rápidamente de la quimera granadina de su padre, dejando aquí el recuerdo de aquella fiebre del oro que llevó a Goupil a construir una Fábrica del Oro en medio de la nada.
Los datos de la prospección de oro arrojados por los ingenieros de Goupil fueron revelados en la Exposición Universal de París de 1890, por Guillemin-Tarayre en una presentación realizada en la primera convención internacional de ingenieros de minas.
Aún se pueden apreciar en las rugosas paredes de la mina los restos de aquella forma de extracción. Consistía en lanzar un potente chorro de agua sobre las paredes de la mina, procedimiento que iba arrancando la tierra y conduciéndola, mediante cajones de madera que realizaban la selección de los minerales. Este proceso tenía lugar en torno a la zona baja de la mina, más cercana a la actual población de Lancha de Cenes, visible hoy día por una casa de muros blancos semiderruidos, denominada como la ‘Fábrica del oro’ por los del lugar. Allí aún quedan restos de los túneles por donde discurrían las canalizaciones del oro, diversas piletas donde era separada la arena, una gran piscina donde se acumulaba la arena a la que se vertía mercurio para que, por un proceso químico, quedara separado el oro del resto de materiales para su final fundición.
Corte practicado en los aledaños del Cerro del Oro, donde también se prodigaban los buscadores del precioso metal.
Las cantidades de oro que pueden proporcionar la explotación de la mina, según apuntaba Tarayre, constituyen un dato que fue más recientemente confirmado (década de los setenta del siglo pasado) por una empresa minera canadiense que volvió a valorar la posibilidad de una extracción masiva. La extracción fue finalmente descartada por varios motivos, entre los que destaca la proximidad del monumento, la contaminación derivada del necesario uso del mercurio y la cercanía de la mina a un lugar poblado.
Pero la pasión por encontrar oro no decayó entre los que desde siempre han sabido de su existencia en las zonas comprendidas entre Dílar, Huétor Vega, Monachil, Cenes de la Vega y Lancha del Genil; tal es la fuerza con que atrae a la voluntad del hombre el hechizo dorado. Así en el diario barcelonés La Vanguardia, apareció la siguiente noticia el 3 de octubre de 1975: ”La mina de oro de Granada es rentable. Según el análisis de la muestra de tierra de la mina La Zapatera, de Dílar, en las cercanías de Granada, presentado por Juan de Dios Martín Jiménez y efectuado por el Instituto Geológico y Minero, dependiente del Ministerio de Industria, el contenido de oro puro es de un kilo sesenta gramos por tonelada de tierra. El señor Martín Jiménez afirma que, pese a superar en el doble la cantidad que se tiene como término medio para que la explotación sea rentable, no ha comenzado todavía a trabajar porque la inversión inicial es muy alta y no dispone de los medios necesarios. Quiere entrar en contacto con especialistas, bien del Estado o de empresas privadas, para lo que, una vez realizadas las comprobaciones oportunas en relación con la existencia del preciado material, llegar a un acuerdo sobre la explotación de la mina”.
De la explotación de oro realizada por Goupil quedan en estos pagos numerosos restos muy deteriorados por el paso del tiempo: la Fábrica de oro, con su alberca y los diferentes depósitos para el reposado del mineral, los canales subterráneos y acueductos, la presa bajo la mina, y unos pasadizos situados en el centro del barrio de Lancha que, según los lugareños que se han introducido por ellos, conducirían no sólo hasta la propia mina, sino incluso hasta la Alhambra. El palacio de Goupil aún permanece en pie y junto a este palacete de estilo neoárabe quedó instalada una puerta con arco datada en tiempos de Mulhacén que se hizo traer el empresario francés de los restos arqueológicos de la Casa de las Gallinas, finca de recreo del rey de la Alhambra. Pero todo este patrimonio inmenso duerme el sueño de los justos, olvidado allí donde nadie se aventura, si no es para sorprenderse de la capacidad que tiene Granada para guardarse tesoros e historias que encienden al encontrarlos el oro de la imaginación, el de la ilusión, el más genuino.