Marchena, la herencia sin derroche

En su Diccionario geográfico-estadístico de España y sus posesiones de ultramar, de  mediados del ochocientos, Pascual Madoz daba a la vez datos sobre el estado de los monumentos de Marchena y sobre los índices de delincuencia. La ruina de los edificios caminaba pareja a la de una población sumida, sobre todo en sus estratos inferiores, en un barranco moral donde los delitos de sangre de un año casi llegaban al medio centenar.

En el mismo magma se movía un flamenco que, andando el tiempo, daría grandes figuras en el cante y en el toque, pero que Marchena entonces sólo podía mandar cada año hacia Sevilla a decenas de menesterosos a ganarse la vida cantando por las esquinas. Partiendo de tan bajo llegaron las saetas a los balcones de la calle Sierpes de Sevilla.

Castillo de la Mota. ©Ayuntamiento de Marchena

Eran otros tiempos. Marchena, en la Ruta de Washington Irving,  vive hoy desplegándose blanca bajo el sol, en medio del verde y ocre del paisaje, creando el espejismo de aquella Marchena de los Olivos glosada por Ibn Arabí al contar sus visitas a “Yasmín, la madre de los pobres”.

Apenas un cerco de construcciones agrícolas y de servicios siguen separando hoy los olivares del casco histórico donde las calles conservan aún ese aire de las novelas de Juan Valera, tan unido a ellas que acabó dejando a una sobrina casada con un ingeniero francés llegado con el ferrocarril. Serían los padres del escultor Lorenzo Coullaut Valera, autor del monumento a Bécquer en el Parque sevillano de María Luisa.

Y tal vez la suerte de Marchena quedara echada cuando, hace casi un siglo, cambió el tren por la carretera que debía unir el occidente y el oriente andaluz. Ese camino, padre de la A-92, la dejó al margen del tráfico y el tráfago y, a la vez, le marcó un crecimiento sin vaivenes ni sobresaltos, sin rupturas en el lento atarse al nudo del pasado sin dejar de ser de hoy. La centró en sí misma.

Marchena nació urbanamente con al-Andalus, aunque, como casi todas las ciudades de Andalucía, hubiera de soportar en el Siglo de Oro el empeño de Rodrigo Caro -y de otro- por buscar a su nombre orígenes romanos en los legendarios Marcius o Marcelus. Eran las modas que corrían en aquellos lustros de la construcción de la “Segunda Roma”. Nuestros renacentistas no buscaban orígenes reales sino una toponimia espiritual que uniera la corona y los escudos nobiliarios de España, el de la Casa de Arcos, en este caso, con el Sacro Imperio Romano-Germánico.

La identidad andalusí se hace evidente cuando se entra en su parte más antigua, por las puertas de Morón -por la que entraría seguramente Ibn Arabí- o la de Sevilla -la de la Rosa- incrustadas entre torreones de la antigua muralla. Pero la cerca nos habla al mismo tiempo del devenir de una ciudad que no se ha parado nunca, que nunca dejó de crecer sobre su esqueleto vital, aunque las piedras, ladrillos y tapiales hayan sido aprovechados, remodelados, reciclados cada siglo por gentes que conservaban el pasado usándolo, hilvanándolo con hilos de costumbres, usos, ceremoniales… para consagrar el tiempo a fuerza de repetirlo, transustanciándolo en agua lustral de los días señalados en los almanaques del sol y la luna.

Puerta de Sevilla o Arco de la Rosa. ©Andalucía.org

Ante las puertas de Marchena se extienden desde antiguo potentes arrabales. Una de ellas se llamó del Barral, o sea, del arrabal, que han acabado formando partes indisolubles y, tras las entradas se delinea la medina, el barrio de la iglesia de San Juan, considerada popularmente como la “catedral” de la población. Por sus calles empinadas se sube hasta la Mota de los señores de Arcos después de remansarse en la Plaza Ducal. Entre el recinto defendido y el que se construyó al abierto a partir del XVI, se arrellana la Plaza Vieja, foro, zoco y mercado.

Calles sin árboles, sólo con paredes blancas y negros enrejados sobresalientes y desnudos atravesados en la mañana por los grises que les prestan las sombras cambiantes a lo largo de una alineación de perspectivas casi perfectas. Calles todavía con nombres de las antiguas profesiones, como la de los sastres o los cantareros, otros con memoria de los conventos de Amor de Dios o Santa Clara y una plaza que fue Mayor, pero a la que hoy únicamente le queda por nombre la referencia geográfica de la “de Arriba”.

A la Plaza Ducal le sucedió lo que, a tantas otras plazas señoriales como la Plaza Alta de Badajoz, por ejemplo: que acabaron siendo el símbolo de la ruina del viejo régimen. Pero el derrumbe de esta fue cortado por la ceremonia: aquí sigue celebrándose año tras año en la madrugada del Viernes Santo el juicio a Jesús Nazareno, el Mandato, que termina con la liberación ritual de este Preso y, en definitiva, del pueblo que lo libera.

Por uno de sus seis arcos se accede todavía a lo que queda del Palacio Ducal que termina en las viejas murallas con barbacana; en el fondo de la explanada, la iglesia de Santa María de la Mota, con rara torre, más griega que sevillana, aunque fuera trazada por Hernán Ruiz, y, adosado a ella, el convento de monjas clarisas sobre cuya puerta campea un panel de azulejos del siglo XVI que reproduce magistralmente la Inmaculada de Pacheco.

A la izquierda, Iglesia de San Juan Bautista. A la derecha, Iglesia de Santa María de la Mota.

El viajero que entra a su claustro tranquilo podrá pedir a través del torno esos dulces monjiles que conservan sin mancha tradiciones de siglos y que, si el que llega también ha recorrido los caminos reposteros de Marruecos, se asombrará encontrando las mismas frutas de mazapán que en la medina tetuaní.

En el hueco que da acceso a este otro “campo de soledad”, con buen criterio se han dibujado sobre el muro liso las volutas gótico-flamígeras de su antigua puerta, instalada en el Alcázar de Sevilla hace más o menos 100 años por deseo mancomunado del marqués de la Vega-Inclán y el magnate americano Huntington, siguiendo los dictados de un historicismo que nunca llegaremos a saber si fueron buenos o malos. El mundo caminaba así, y prueba de ello es el patio del castillo de Vélez Banco en el Museo Metropolitano de Nueva York, o la Casa de los Córdoba en el arranque de la granadina Cuesta del Chapiz.

De todas formas, el desmantelamiento había comenzado antes, y en el palacio de los marqueses de Lebrija, en la calle Cuna, de Sevilla, entre mosaicos, columnas y mármoles opus sectile[1] de Itálica, se montó también la casa señorial marchenera con todos sus azulejos, parte del artesonado y la grandiosa cúpula de madera dorada. Hasta allí tendrá que desplazarse quien quiera verla.

Pero no todo se perdió. Del antiguo templo ducal siguen saliendo el Sábado Santo el Santo Entierro y la Soledad, un cortejo que resume la paradoja de las Fiestas Mayores de Andalucía: la solemnidad decimonónica de su primera parte, la de la urna funeraria de Cristo de Jerónimo Hernández, se vuelve clamor popular en torno a la Virgen, que es llamada familiarmente la Cernicalera, “dueña y señora” de las aves de esa especie que desde hace años anidan en los torreones de la antigua fortaleza que aún se mantienen en pie.

En la procesión nocturna de la Virgen de la Soledad se escuchan las saetas carceleras. Se trata de las más evolucionadas de cuantas legó Marchena, enclave matriz de este tesoro lírico, hoy patrimonio del flamenco y de toda Andalucía, paradigma del drama sacro y del drama humano de una colectividad en juicios de Cansinos Assens y Federico García Lorca.

Nunca pasó la Soledad por la prisión de Sevilla, aunque el compositor sevillano Manuel Font de Anta se inspirara -dicen- en la de un preso de esa cárcel para componer su Soleá dame la mano. También se dice que Mauricio Jarre, el músico de que compuso la banda sonora de la película Lawrence de Arabia, y que residió en Sevilla durante una larga temporada, se inspiró en esa composición para el tema central de la película. Y es que la Historia escribe aún con renglones más torcidos que los de Dios.

A la izquierda Arco o Puerta del Tiro que da acceso al patio del Palacio Ducal de Marchena, imagen de la derecha. ©Carlosrs.cc-by-sa3.0

Es grande el patrimonio material de Marchena. El de la iglesia mudéjar de San Juan, con la mayor colección pictórica de Alejo Fernández en su gran retablo gótico, además de las esculturas de Jerónimo Hernández y Roque Balduque y cuadros de Zurbarán, o el sabor netamente mexicano de la de San Miguel, San Agustín, con un interior barroco, por mencionar unas pocas.

Mención aparte merece la iglesia de San Pedro. En su cancel barroco, siguen perviviendo aún las trazas mudéjares del Tratado de la carpintería de lo blanco por Diego López de Arenas, otro marchenero notable, imprescindible, diría yo, para la pervivencia de la cultura andalusí.

Son y guardan obras de arte la misma iglesia de la Mota, con portada y techumbre mudéjar y alero de tradición califal, la capilla de la Vera Cruz, los conventos de Santa Isabel, obra de Hernán Ruiz con pinturas y tallas de Alonso Vázquez, Roelas y Alonso Cano, el de las Mercedarias, que alberga un Cristo de Luis de Morales, o la iglesia del de Santa Clara.

Amplio es asimismo el abanico de edificios civiles de la población, con una Cilla del Cabildo trazada por Alberto de Figueroa y casas palacio en la plaza de San Juan, en las calles Mesones, Torres, Santa Clara… Las calles de Sevilla y la de las Torres son en su totalidad conjuntos arquitectónicos de los siglos XVIII y XIX.

El patrimonio histórico-artístico de Marchena supera sin duda al de muchas capitales españolas. Pero no es menor el valor del patrimonio al del acervo lírico del canto de pasión que, fragmentado en mil estrofas, fue pasando de gran pieza dramática a simple copla, cantada por los nazarenos dentro del tramo penitencial o por la voz anónima en la masa de espectadores.

Marchena conserva las cuartas  ̶ los nombres se lo prestan el número de versos ̶   patrimonio de la Hermandad de Jesús el Nazareno, las quintas, de la cofradía del Cristo de San Pedro y del Dulce Nombre, o las de pie quebrado   ̶ con ecos de las Coplas de Jorge Manrique ̶  “propiedad” de la Hermandad del Cristo de la Humildad, de Santa Clara. Entonadas todas ellas son la simple melodía del canto plano de ese gregoriano primitivo que el calandés Luis Buñuel catapultó al mundo en Simón del desierto, se convierten en altibajo de melismas en esas carceleras, en macamas salidas por las ventanas del caserón de la cárcel, aún en pie.

Patrimonio material e inmaterial se unen por los recovecos de las calles y plazuelas en una síntesis excepcional y, a la vez, consuetudinaria. Al dejar Marchena, vienen a la mente esos pueblos-dormitorio, tan grandes como yertos, que aprisionan cada vez más a nuestras ciudades sin legarles nada a cambio.

Aquí una mancha blanca de las casas en mitad de la campiña sevillana es como una esperanza al sol del mediodía estival. Como una herencia usada cada día sin derroche.

 

Antonio Zoido es escritor.

 

[1] Opus Sectile es una técnica utilizada por los romanos consistente en la combinación de materiales y colores que, cortados con un grosor pequeño, se disponen para rellenar los espacios por motivos decorativos.

 

 

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