Jaén, para quien la busque

 

 

Por Antonio Zoido

Viajamos por la Ruta de los Nazaríes. Llegamos a Jaén mientras se estrenaba diciembre; llegamos, pero parecía que no porque, al pasar junto al desfiladero que rompe de castillos, la ciudad que había de venir aún no tenía precursor ni profeta. Mantenida durante mucho tiempo al margen del crecimiento de su provincia, Jaén no fue latifundio de urbanizaciones. Sólo a poca distancia del caserío, y cuando ya hace un rato que hemos divisado su desparramada blancura por la loma, aparecen algunos de esos rosarios de casas en calles con nombres de sonoridad rebuscada en el vademécum de vocablos medievales que abundan ahora en todas partes.

Al lado del Parque de la Victoria, la gente bulle con bolsas por las calles llenas de tiendas, y un poco más allá, la Alameda aún conserva el tráfico de todos los sábados.

No lejos de la Puerta del Ángel, aparece el monasterio de monjas clarisas que, sin embargo, son llamadas “las bernardas”, como si fueran cistercienses, y apenas hemos recorrido un corto tramo, el sol comienza a desperezarse sobre la colección de estilos de la que puede presumir la iglesia de San Ildefonso.

Separada del Jaén más antiguo, confinada casi al extrarradio al final de la Edad Media, San Ildefonso se encontró después mucho mejor situado que otros templos y cenobios. El albergar la imagen de la Patrona de la ciudad y el sepulcro de Andrés de Vandelvira, hizo el resto, incluido el regalo de una portada de Ventura Rodríguez que se impuso a las otras dos, gótica y plateresca respectivamente. 

Puerta del Ángel y Convento de las Bernardas. ©Andalucía.org

El Jaén moderno se interpone; en la Plaza de la Constitución toman el sol los viejos y venden lo que pueden los manteros inmigrantes mientras gorgotean las fuentes del monumento —entre entrañable y kitsch— que Paco Tito le ha levantado a la alfarería. La subida hacia la catedral por la plaza donde estuvieron el Pósito y el Royo Real está jalonada de casas y bloques casi centenarios ya, llenos de elementos historicistas o modernistas y cierros fundidos con el mimo de hace muchos años.

Arriba, en la mentirosa lejanía de la neblina, se entrevén las piedras, los chapiteles y las torres catedralicias que poco a poco se van aclarando; luego, el final de la Travesía de Jesús descubrirá al paseante que quiera mirar hacia lo alto el rincón más hermoso de Vandelvira, los órdenes escalonados del lado de la puerta que mira al Mediodía, y la sacristía singular.

La mole catedralicia se plantó aquí, en medio de lo que hoy es el Jaén moderno, hace casi cinco siglos. La potencia de su piedra engulló todo cuanto existía a su alrededor y aún más allá. Con ella no pueden competir ni el ayuntamiento ni tampoco el palacio episcopal. Las formas del arquitecto Andrés de Vandelvira –el último arquitecto cantero– borraron las líneas góticas y mudéjares desde San Ildefonso a la Magdalena; el principio real y verdadero de la ciudad queda ahora a trasmano.

Catedral de Jaén.

San Idelfonso, que al final de la Edad Media estaba casi confinada al extrarradio, separada del Jaén más antiguo, logró después una ubicación mucho mejor que otros templos y cenobios. El albergar la imagen de la Patrona de la ciudad y el sepulcro de Andrés de Vandelvira, hizo el resto, incluido el regalo de una portada de Ventura Rodríguez que se impuso a las otras dos, gótica y plateresca respectivamente.

A trasmano, pero cerca, la calle Maestra sigue haciendo honor a su nombre. Lleva, a quien quiera traspasar el tramo en el que se ha vestido de tiendas, al Jaén primigenio, lleno de espléndidos palacios, conventos y hospitales que estuvieron habitados –algo que ya no posee casi ningún centro histórico– por gentes que también pueblan estas calles, callejas y cuestas, con tiendas desperdigadas, y alguna tasca en la que los parroquianos desgranan historias de cazadores.

Casi junto al Arco de San Lorenzo se levanta –o, mejor dicho, se levantaba ̶  el Palacio del Condestable al que los siglos fueron transformando en muchas cosas, hasta en casino. La figura de quien lo mandara construir, Lucas de Iranzo, lo trasciende. Hay personajes que parecen llamados a atraerse las portadas de la Historia y ciudades a las que Némesis borra sus días dorados.

Palacio del Condestable Iranzo.

De orígenes plebeyos, Lucas de Iranzo es, más que un señor, un condotiero —como Gattamelata o Colleone— pero ningún Donatello o Verrocchio modeló su estatua. Al olor de sus fiestas suntuosas penetraron en Andalucía viniendo de Constantinopla los gitanos, quien sabe si tatarabuelos de estos chiquillos que ahora suben la empinada cuesta cantineándose por tangos; en su Crónica conservamos el relato más antiguo de una fiesta de moros y cristianos y una especie de Auto de los Reyes Magos que él mismo Lucas representaba vestido con ropajes de califa. En ese ambiente se movía Jaén en los reinados de Juan II y Enrique IV, cuando el dinero de su colonia judía movía guerras y saraos hasta que la intolerancia levantó sus antorchas y sus puñales.

Aquellas llegaron al barrio en el que estamos y estos atravesaron el pecho del Condestable, dicen que mientras oía misa y que las manos de quienes los empuñaban eran de cristianos viejos, irritados contra el “protector de los judíos”.

Puede que fuera en la antigua iglesia de San Juan que todavía se alza remodelada por las modas de cada siglo y por la incuria; pegada a ella, la Torre del Concejo. Su campana convocaba a los vecinos a cualquier acto importante y a su sombra se reunía el órgano que regía la ciudad.

Por debajo de su ábside se abre la plaza —popularmente, la de la Pila del Pato— que señorea el palacio de Villardompardo y que guarda en su subsuelo el mejor testigo de la Jaén andalusí, los únicos baños de hermosos arcos de herradura que quedan en la ciudad.

Baños árabes en el Palacio de Villardompardo.

Pero, al fin y al cabo, esta es la capital del Santo Reino y los restos de iglesias y conventos siguen por doquier asaltando la vista del paseante. Santo Domingo, por ejemplo, continúa enseñando su potencia algo tétrica; hoy su severidad la guarda para albergar el Archivo Provincial, pero antes fue sede de la Inquisición. Los folletos que guían al turista dicen que es la tercera de España en antigüedad, después de Sevilla y Córdoba, pero se olvidan de Zafra, “Sevilla la chica”, que tiene la dudosa honra de ser la segunda en contar con el temido tribunal.

La cara abnegada la prestaban, un poco más abajo, los hermanos de San Juan de Dios en su hospital que hoy se ha convertido —tras una restauración ejemplar en la que lo viejo y lo nuevo se entrelazan de forma natural— en un centro cívico e intelectual.

Y, justo al lado, la cara dulce: Santa Úrsula. En este convento, con casi cinco siglos bajo su espadaña, compran los jiennenses dulces “de ida y vuelta”, los de yemas que trajeron de Cuzco unas mujeres recogidas en él.

En la imagen, una obra de 1883 de Pedro González Bolívar que se encuentra en el Museo del Prado, que describe ese momento histórico.

La familia que fundó la dinastía nazarí era oriunda de Arjona, en la provincia de Jaén. Muhammad Ibn Alhamar fue proclamado rey de Granada en 1238 y cede la ciudad de Jaén a Fernando III el Santo, con quien firma un acuerdo de vasallaje.

 

Y, andando, andando, llegamos adonde todo esto empezó: al raudal de agua que sigue manando, frente por frente a la puerta principal de la iglesia de la Magdalena; una fuente con pinta de fontanone romano. En Jaén la leyenda urbana por excelencia es la de “El lagarto de la Magdalena” que, con decenas de variantes, cuenta la aparición de un monstruoso animal que, saliendo de esta fuente, devoraba a la gente hasta que un preso logró al mismo tiempo matarlo y alcanzar su libertad consiguiendo que comiera pólvora para hacerlo explotar a continuación. El monstruo sería un caimán probablemente, pero su fama elevó el nombre de esta iglesia por encima de todas las demás.

Bajo las naves del templo estarán todavía los cimientos en los que se asentaba la mezquita aljama de Jaén hasta bastante después de la llegada de Fernando III. De ella queda la traza del patio de abluciones con algunos arcos, de la misma época y una torre cercana. La hermosa portada plateresca de la iglesia señorea entre el resto de sus puertas que aún sumidas en el descuido, siguen siendo magníficas. De esa torre todavía se anuncian los siglos andalusíes hasta la Puerta del Aceituno, a escasos los metros. Hasta allí llegaba la muralla defensiva descolgándose desde el alcázar encrespado en la montaña.

Murallas de Jaén vistas desde el Castillo de Santa Catalina

Tomando hacia los Adarves Bajos hemos ascendido para recorrer, a partir de la puerta del Parador de Jaén, el rosario de casi 200 metros engarza sus torres hasta desembocar en el más bello mirador de la ciudad, el que se sitúa a los pies de la cruz en la que esta ola de piedra termina. Desde aquí la catedral es su propia maqueta.

La línea del Gran Eje (con resonancia ambivalente entre el urbanismo de Le Corbusier y la II Guerra Mundial) la corta el ferrocarril y los tejados de un Museo Provincial que casi podría ser universal porque alberga obras tan magistrales como “El Lobo de Huelma”, digna por sí sola de concitar corrientes parecidas a las que organiza la Mona Lisa, pero así es la vida.

El «Guerrero de Porcuna», escultura ibera del siglo V a.C., hallada en 1975 en el yacimiento arqueológico de Cerrillo Blanco (Porcuna, Jaén)

Un poco más arriba donde estaba la antigua cárcel, cuyo solar, tras ser derribada, lo ocupa el Museo Íbero, llamado a ser la joya de la Andalucía que nunca supo qué era el mar por el que le llegaban las culturas y se iban los desterrados. Pero ésa, como decía el dueño del café de Irma la Dulce, “es otra historia”: la Historia de los Iberos que, como la del Condestable, sólo está en Jaén para quien la busca.

 

 

Antonio Zoido es escritor.
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