Alí Bey o Domingo Badía, un viajero español de la Ilustración por el mundo árabe

A principios del siglo XIX, tras la expedición científica a Egipto patrocinada por Napoleón para documentar la obra enciclopédica Description de l’Egypte, un español llamado Domingo Badía anduvo indagando por aquellas tierras, aunque no con objeto de estudio. Era un espía enviado hasta allí por el primer ministro de Carlos IV, Manuel Godoy. Y pasaría a la historia como Alí Bey, el viajero. Pero nuestro personaje aún vive en la memoria de los papeles como el espía de Godoy que logró introducirse en La Meca, disfrazado de príncipe abasí.

 Nacido en Barcelona en 1767, Domingo Badía Leblich creció en Andalucía y más tarde se estableció en la corte de Madrid.

Domingo Badía fue uno de los primeros iluminados del Siglo de las Luces, un curioso que quiso vivir la realidad de todas aquellas historias moriscas, un primer romántico en busca de mil y una leyendas. Badía Leblich fue un autodidacta, un corazón que tiene la inquietud de la mente soñadora.  Sus viajes tienen la exactitud de un excelente geógrafo y la historia de una leyenda.

Alí Bey es un personaje que supera la ficción, porque la historia de su aventura  ̶ la de un hombre que se adentra en Marruecos, Egipto, Trípoli, Chipre, Arabia, Turquía y Palestina ̶, solo es verosímil al estar escrita en un momento en el que los nombres de estas ciudades sólo se encontraban en el imaginario oriental de los europeos.

Trascurrida su primera infancia, su familia se trasladó a la localidad almeriense de Vera, donde conoció infinidad de leyendas árabes. Allí establecería contacto con el mundo musulmán a través de mercaderes berberiscos y de españoles renegados establecidos en las costas de África. Uno se imagina a Badía escuchando junto a las costas almerienses las historias sobre la corte del sultán o la piedra negra de La Meca. Aquellas historias despertaron en Domingo Badía el interés por esos mundos imaginados; pasaba las horas del día entregado a la lectura de los libros de geografía y matemáticas, a la delineación y al dibujo, al estudio de la astronomía, física y música, y al conocimiento de las lenguas orientales. Sin embargo, aún hoy persisten las dudas entre los investigadores sobre cómo accedió al árabe. De lo que no cabe duda es de que nos encontramos ante un Domingo Badía nacido en Barcelona, pero cuya formación, así como la génesis de sus posteriores aventuras, tienen un origen andaluz.

 

Tras contraer matrimonio en Vera con Luísa Berruezo y trasladarse a Córdoba en 1792, decide instalarse en Madrid   ̶ al fracasar en una empresa que consistía en la promoción de vuelo en globos aerostáticos ̶   primero para solucionar su penuria económica, y luego para hallar un foro científico más favorable, pues es en la capital donde se encuentran las academias y las posibles vías de financiación de su gran proyecto: viajar al interior del continente africano.

En Madrid frecuenta los círculos científicos y las tertulias, y no abandona su porte aristocrático a pesar de su asfixiante situación económica. Ve como única salida, tanto a sus sueños e inquietudes como para sus vacilantes bolsillos, su plan africano. Aquel viaje le daría la notoriedad y dinero que precisaba, vería recompensado tanto su esfuerzo como su trabajo de investigador. Estudiaba sobre los viajes hechos al interior de África por el jerife Hadfee Abdallah y otros sabios musulmanes, y encontró que en aquellos relatos no se advertía sobre una posible hostilidad entre los pueblos de tan lejanas tierras, ni tan poco por la llamada berberisca o por las tribus beduinas. No obstante, se trataba de viajeros musulmanes y no de occidentales, cuyas incursiones habían acabado en fracaso. De ahí surge la idea de viajar bajo el nombre de Alí Bey, como musulmán y príncipe abasida. Este camuflaje levantaba las críticas de una sociedad donde todavía permanecían algunas reminiscencias del Santo Oficio, pero Badía, muy habilidoso, argumentó que aquello no era más que un disfraz similar al usado por muchos cristianos, y que la asunción de una forma de vestir no iba unida a la profesión de una determinada religión. Salvado el escollo religioso, sólo restaba demostrar que era factible, y que el éxito de su empresa era seguro.

Los viajes de los británicos le dan esa especie de marchamo de garantía a sus intenciones, especialmente los del mayor Houghton y de míster Brown al Dar-Fur, enlace entre Egipto y África Central, y los de James Bruce a las Fuentes del Nilo y Abisinia. La idea ahora era buscar la venta del producto, el lado comercial de su aventura.

Con su viaje, Badía buscaría los caminos mejores para la expansión comercial de España en el continente africano. Todo estaba cerrado. Viajaría primero a Londres, donde adquiriría los aparatos científicos y además se informaría sobre los resultados de las últimas expediciones británicas.

Seguidamente, entraría en África por la costa de Estrecho de Gibraltar, atravesaría el Atlas y por el Sahara bajaría hasta el Golfo de Guinea, cruzaría África desde ese punto hasta llegar a las tierras del Nilo, y alcanzar el Mediterráneo por el desierto líbico, cerrando en círculo su largo recorrido.

En el proyecto da cuenta de posibles fechas, de las costumbres de las gentes que encontraría, y sobre todo de los provechos comerciales para España de cada uno de los puntos o ciudades de su viaje. Badía tuvo que incidir ante Godoy en las bondades y beneficios que le reportaría aquel proyecto al imperio español; le vendió una posible intriga para hacerse con el control del Reino de Marruecos, cuando lo que realmente le interesaba era el trabajo científico y geográfico: el conocimiento. Los enemigos hacen su aparición. Godoy ve con buenos ojos el plan de Badía, pero más bien como una vía para engrandecer el imperio que por su interés para la ciencia. El Príncipe de la Paz (título que el rey concede a Godoy) remite el informe a la Academia de la Historia, donde tras demorarse largamente el dictamen, lo hace en contra, al ver excesivamente aventurada la misión. Afortunadamente para Badía, queda expuesto el desconocimiento de los académicos sobre aquellas cuestiones.

En este punto surge la idea de dar al proyecto una total y completa dimensión política. Alí Bey envía un nuevo plan a Godoy, donde incluye la conquista de Marruecos y describe las fuerzas del sultán y las ventajas de aquella empresa para España; también sus posibilidades reales de que llegara a buen término. Pero Badía chocó con la burocracia, y la respuesta de Godoy se eternizaba. A esta ralentización sobre la decisión de su viaje se unía la oposición de algunos académicos, que veían cómo Badía podía restarles influencia sobre Godoy. La Academia ponía como condición que alguna otra persona versada en África acompañara a Badía en su viaje. De ese modo saldrá el nombre de Simón de Rojas Clemente, persona ilustrada en matemáticas, filosofía y en la gramática y poética árabes. Además, el futuro acompañante de Badía contaba con eso que se llama “reconocido prestigio”.

Ni que pintado, pues Godoy era conocedor de la pérdida inminente del poder español en América y le interesaba extender las fronteras españolas por un espacio geográfico con hegemonía comercial británica y francesa. El proyecto de Badía encajaba a la perfección con los propósitos del Príncipe de la Paz. Tras una serie de trifulcas en la prensa del momento y después de poner al corriente de sus intenciones al rey Carlos IV, Badia consigue la ansiada subvención y parte en la primavera de 1802 hacia Londres vía París.

 

Godoy accedía a la idea de Badía de empaparse de los conocimientos científicos británicos sobre África antes de iniciar su viaje. En la capital inglesa, acompañado por Rojas, Badía es circuncidado para iniciar plenamente su transformación en un supuesto príncipe abasida. Una mañana, amaneció como Alí Bey. A través de Cádiz alcanzó las costas marroquíes. Previamente había acordado los enlaces y maneras para estar en contacto con el gobierno español en su misión “diplomática”. Godoy ordena finalmente que Badía fuera en solitario y manda a Rojas a confeccionar la estadística de las Alpujarras. Comienza la aventura de Alí Bey.

Las peripecias de Alí Bey las seguiremos a través del relato escrito de su puño y letra publicado en Francia en 1814 y en España en 1836. Intentar reconstruir un itinerario certero y verosímil, con las misivas y documentos que le enviaba a Godoy y sus correspondencias en el relato, resulta una tarea contradictoria, pues se advierte que Domingo Badía se inclinó más por el carácter científico que por el político del viaje. La historia se revela en la actualidad como una amalgama de justificaciones políticas y de relato de aventuras del viajero. En esta condición de confusión entre la realidad y la ensoñación, entre la leyenda y las verdaderas vivencias de Alí Bey, reside su principal atractivo.

Con una perfecta carta de presentación como príncipe abasida, persona que roza la santidad, se presenta Alí Bey en 1803 en la ciudad de Tánger. Transformado en príncipe abasida se le abren todas las puertas y es testigo de los más variopintos rituales. Enterado el sultán de Marruecos de su presencia en el país, le concede el permiso de residencia de la época y lo requiere para largas conversaciones.

En Tánger, Alí Bey dejará su huella en la mezquita, donde realizará varias reformas, entre ellas un pilar a la entrada del templo. Siguiendo al sultán, que se siente atraído por sus conocimientos científicos, Alí Bey verá diseñado su recorrido por Marruecos. Viaja a Mequinez y posteriormente a Fez. Su amistad con el hermano del sultán le lleva a Marraquech, no sin antes pasar por Rabat. Llaman la atención sus descripciones de los preceptos, conceptos y costumbres de la religión musulmana. La disecciona con gran respeto, pero como buen racionalista separa el grano de la paja, todo ello condicionado, suponemos, por aquellos a quienes va dirigido su relato, hacia un lector occidental. Alí Bey despreciará a los santones musulmanes, que considera prácticamente unos vividores y menospreciará a los sabios de las mezquitas, a quienes ilustrará con sus conocimientos.

Su descripción sobre el ritual de la circuncisión merece ser incluida en una de las mejores páginas de la antropología social. Su narración tiene puntos de gran calidad literaria, cuya tradición entronca más en los viejos relatos de viajeros árabes que en la occidental.

En Marrakech es agasajado con un palacete a las afueras por el hermano del sultán, mientras él se dedica a realizar sus observaciones geográficas y científicas. Es en este lugar, en el marco idílico de su jardín, rodeado de cigüeñas y gacelas, donde decide viajar a La Meca, lo que le comunica al sultán. El regidor marroquí le regalará dos mujeres y le organizará una fiesta en Mogador a fin de retenerle. Alí Bey acepta a las mujeres para no levantar sospechas, pero no mantuvo relaciones con ellas y las acogió bajo su custodia. Fiel a su empeño de viajar a La Meca, tendrá que romper el celo del hermano del sultán.

Marcha hacia Uxda, con destino a Argel, pero le detiene una inesperada insurrección en Tlemecén, donde pacta con las tribus rebeldes. Finalmente es detenido por su “protector”, el hermano del sultán, y deberá cambiar el rumbo hacia Tánger en vez de coger la salida del este. Comienza la peor de las aventuras y una de sus más brillantes historias al relatar el camino de regreso a Tánger. En plena zona desértica, y en el mes de agosto, siguiendo una extraña ruta que no toca ninguna ciudad, es vencido por el cansancio y la sed y, próximo a la muerte, es detenido por orden del sultán y conducido a Larache, donde es obligado a embarcar. En este puerto, y de manera inexplicable incluso para el propio Alí Bey, es obligado a dejar todo su séquito, sus mujeres, y es expulsado del país. Nada argumentó Domingo Badía sobre este hecho, del que señala que en el discurso de su narración aclararía, pero no lo hizo. Fueron más de dos años los que permaneció en Marruecos, desde 1803 hasta 1805, que enlaza en su relato con la segunda parte de su viaje.

Alí Bey embarca rumbo a Trípoli, donde entablará amistad con el bajá, siendo vigilado por los agentes del sultán, para dar a entender que el mandatario marroquí habia empezado a sospechar de su impostura. Pasa el ramadán en la capital libia, para tomar un barco con destino a Alejandría. Tardará cinco meses en hacer esta travesía marítima. El barco se pierde por una tormenta cuando está a punto de entrar en puerto y es desviado a Chipre. En esta isla permanecerá nuestro viajero dos meses, en una estancia cuya descripción toma tintes líricos en su visita al templo de Afrodita. Se encuentra en un lugar que es cruce de culturas, cosmopolita, sincrético, algo que agradará a Domingo Badía. Algunos estudiosos de su obra justifican esta estancia en Chipre como una especie de refugio encontrado por Alí Bey que le mantuviera alejado de la influencia del sultán de Marruecos.

En 1806 embarca finalmente para Alejandría. Se encuentra ante una ciudad plagada de intrigas entre las diferentes potencias coloniales y locales para hacerse con el poder, el lugar que años antes había sido objeto de la famosa expedición francesa a Egipto. A Alí Bey le interesará más Alejandría que El Cairo. La casualidad, el azar inherente a cualquier aventura aparece una vez más en su viaje: conoce a un hermano del sultán, quien le ofrecerá un exilio acomodado.

En diciembre pondrá rumbo a La Meca, el objeto y parte más atractivos de su peregrinaje. Se suceden las descripciones de las gigantescas caravanas de peregrinos, las hileras de miles de camellos y caballos, las embarcaciones que discurren por el Mar Rojo cargadas de creyentes, hasta por fin alcanzar la ciudad prohibida para los infieles occidentales. Alí Bey describirá espléndidamente La Meca y todo lo que concierne a la ciudad sagrada: la llegada de los fieles musulmanes, hombres cargados de misticismo en los ojos, que cumplirán con el precepto de entrar a rezar el día sagrado en el más sagrado recinto de sus creencias.

Alí Bey desgrana lo mejor de su saber como narrador, y este constituye el mayor espectáculo de su relato. No podrá viajar a Medina y recalará en Suez. Emprende la tercera parte de su viaje por tierra santa y no deja mezquita, iglesia, ni sinagoga sin visitar. Estamos ante un hombre sin prejuicios, interesado por todo tipo de culturas y creencias y, sobre todo, por el ser humano, a pesar del engreimiento propio de su condición aristocrática, que no merman su liberalismo.

Tras visitar Jerusalén pondrá rumbo a Constantinopla, donde se encontrará con su amigo granadino el Marqués de Almenara. En Turquía viajará por toda Anatolia, dando testimonio de lugares y gentes. Su viaje concluirá rumbo hacia Viena. Quedaban atrás años de aventuras y el testimonio emocionado de La Meca, momento cumbre de su relato.

Su llegada al mundo occidental tropieza de lleno con un mundo en manos de Francia. Forma parte de esa pléyade de hombres ilustrados que trabajaron bajo las órdenes de José Bonaparte. Será etiquetado de afrancesado, aunque sólo fue fiel a sus ideales, aquellos que consideraba más idóneos para servir a España. En su exilio parisino idea un nuevo plan de viaje. Un Domingo Badía cincuentón, que mantuvo entrevistas con el mismísimo Napoleón, que era conocedor de la sabiduría del español, comienza nuevamente a diseñar otra aventura. Sería la última, pues fallecería en extrañas circunstancias, inmiscuido en la leyenda, cuando iniciaba otro viaje hacia La Meca, siempre anterior al de Richard Burton.

En 1818, afamado en Francia y Gran Bretaña por sus maravillosos relatos publicados, la mañana del 31 de agosto, estando en pleno desierto, dos criados se lo encuentran con el sueño eterno cuando fueron a despertarlo.

Unos dirán que falleció envenenado por espías de las potencias enemigas; otros apuntarían que fue a causa de la enfermedad. Lo cierto es que Domingo Badía sigue existiendo, que su imagen tocada de turbante, su silueta, sigue marcando a cualquier viajero que se acerque al universo musulmán.

 

Por Juan Luis Tapia
Periodista y escritor.

 

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