Ibn Arabí de Murcia, al-Sayj al-Akbar.

 El Más Grande de los Maestros.

 

 

Por Ana María Carreño Leyva.

Fundación Pública Andaluza El legado andalusí

“Mi corazón es capaz de adoptar todas las formas:
es un prado para las gacelas y un claustro para los monjes cristianos
templo para los ídolos y la Kaaba para los peregrinos
es recipiente para las tablas de la Torá y los versos del Corán
porque mi religión es el amor.
Da igual a donde vaya la caravana del amor,
su camino es la senda de mi fe”.
 
Ibn Arabí

Ibn Arabí de Murcia fue el precursor de Io que siete siglos más tarde sería Ia filosofía del ecumenismo. Su doctrina, vigente a Io largo de los siglos, preconizaba que Ia religión del amor haría del ser humano un hombre nuevo, tolerante y universal. Así, «el hombre universal comporta en él mismo todas las realidades de la existencia».[1]

Abu Bakr Muhammad ibn al-Arabí nació en 1165 (año 560 de la Hégira) en Murcia, en el seno de una familia perteneciente a la nobleza de esta ciudad, los Banu Tayy, originarios del Yemen. Su padre estaba al servicio del rey que gobernaba en Murcia, Ibn Mardanix, bautizado por las crónicas cristianas como Rey Lobo. En aquellas fechas los almorávides se habían impuesto al poder almohade, y aunque Murcia resistió al sitio de estos últimos, una delegación se desplazó hasta Sevilla para unirse al sultán almohade Abu-Yaqub Yusuf Al-Mansur, bajo cuyo mandato se construye la Giralda, la mezquita aljama de esta ciudad. El padre de Ibn Arabí, que era militar, parece ser que formó parte de aquella comitiva y entró al servicio del sultán sevillano, trasladándose entonces con su familia a la entonces capital de al-Andalus.

En Sevilla pasa Ibn Arabí una primera etapa de su vida, en la que su inclinación por la vida espiritual se ve fortalecida por numerosos encuentros con hombres y mujeres que habrían de determinar su trayectoria hacia la vía mística. Conoce a las santas Fátima de Córdoba y Yasamin de Marchena quienes tuvieron una gran influencia en su vida, especialmente Fátima de Córdoba, una mujer anciana que cautiva al maestro por su belleza física (la describe como si fuese una muchacha adolescente) y su luminoso mundo interior. Durante algunos años se convierte en su guía espiritual. Tenía entonces Ibn Arabí unos veinte años, y era ya poseedor de una profunda percepción de la espiritualidad y un importante calado y perspicacia intelectual. Fue en esa época cuando inicia una larga serie de viajes por Andalucía, viajando sin tregua por numerosas ciudades buscando el encuentro con todas aquellas personas piadosas de cuya existencia tenía conocimiento.

 Los sufíes con los que Ibn Arabí alternó a lo largo de los años durante su peregrinaje por tierras andaluzas, antes de su viaje a Oriente, son gente sencilla, no ilustres filósofos o sabios. Eran simples comerciantes, campesinos… hombres y mujeres cuyo perfil espiritual se distingue por su humildad y altruismo. Estas gentes fueron objeto de su devoción hasta el punto de que les dedicó varios ensayos, de los que solo se conservan dos: Ruh al-quds (Espíritu de Santidad) y Durrat al-fajira (La perla preciosa). Imbuido por este sentido de la modestia y sencillez, nuestro autor faquir (Pobre de Dios) no firma inicialmente sus obras, por lo que estas circularon de manera anónima en los inicios de su producción literaria, lo que planteó serios inconvenientes para el estudio de su obra.

De él se esperaba que siguiera los pasos de su padre, y se incorporara a la vida militar. Algunas fuentes muestran que llegó a ingresar en el ejército pero que renunció a la milicia en 1184 después de tener una reveladora visión mística que marcaría su vida: en ella se encuentra en una inmensa explanada, rodeado de todos los profetas que habían asistido al ser humano desde el alba de la historia, y establece un diálogo con Moisés, Jesús y Mahoma.

Este acontecimiento quedaría reflejado en sus obras Ruh al-quds y Fusus al-hikam (Los engarces de Sabiduría), obra de gran impacto dogmático que escribió al final de su vida.

Según algunas fuentes, fue su padre el que puso este hecho en conocimiento de Averroes, quien solicitó entrevistarse con él. Se produjo entonces un prodigioso cruce de caminos: el de los dos andalusíes que se convertirían en grandes autoridades del pensamiento universal: de un lado, el que llegaría a ser el más influyente filósofo musulmán del occidente latino, Averroes, y de otro, un gnóstico, Ibn Arabí, que habría de alcanzar la más alta representación del sufismo.

Tres fueron los encuentros que se produjeron entre ambos. El primero tuvo lugar en 1185, y constituye un acontecimiento en sí mismo. Entraña un diálogo insólito, desprovisto casi de palabras, como si los pensamientos tuviesen la capacidad de transmitir directamente el mensaje. De este diálogo trascendental en la vida del joven filósofo sobre la resurrección del cuerpo, surge lo que habría de constituir el corpus de su principal obra: Futuhat al-makkiyya (Las Iluminaciones de La Meca).

Teniendo en cuenta que Averroes era un fiel intérprete de Aristóteles, se pone de manifiesto de una manera ejemplar la relación existente entre el pensamiento racional del islam, el pensamiento de los herederos y depositarios de la filosofía griega, y las doctrinas de los místicos musulmanes que se asientan sobre la experiencia espiritual que propone el sufismo.

Un viajero incansable

 

En el año 1193 abandona el suelo andaluz por vez primera para dirigirse al Magreb con objeto de estudiar a los grandes maestros del sufismo. Primero Túnez, donde permanece un año junto a Abd al-Aziz Mahdawi con quien escribió varias obras, entre ellas las anteriormente mencionadas Ruh al-quds y Las Iluminaciones de La Meca (Futuhat al-makkiyya).

Las visiones místicas que se producen durante su estancia en el Norte de África constituyen básicamente la orientación de su doctrina, dirigida por ordenación divina a instruir a los hombres, gracias al conocimiento que le fue otorgado, pues Ibn Arabí se considera un “Teo-didacta”, instruido directamente por Dios.

Tras la muerte de su padre, y después de pasar casi un año en Fez, regresa a Sevilla donde recibe una oferta por parte del sultán almohade Yaqub al-Mansur para trabajar a su servicio, pero que declina para volver a Fez. Vive en la ciudad imperial marroquí dos años más y establece valiosos y fructuosos encuentros con grandes autoridades del sufismo, cuyo resultado se considera como una de sus más bellas obras: Kitab al-isra (El Libro del Viaje Nocturno).

En el año 1198 (595 de la Hégira) recorre gran parte de la geografía andaluza visitando a todos aquellos que encontró a lo largo de su búsqueda espiritual, y teniendo además el gran honor de asistir al entierro de Averroes. Se despide de al-Andalus en Murcia desde donde parte hacia para proseguir su cometido en Oriente, −tras tener una visión según la cual se le ordena que abandonara su país de origen− donde pasaría ya el resto de su vida. Durante este periplo se inaugura un profundo cambio en su vida. En 1201 (598 Hégira) visita La Meca donde en una revelación, se le indica que realice la que sería su obra mayor: Las revelaciones de La Meca (al-Futuhat al-Makkiya), cuya génesis se había gestado ya en su disertación con Averroes.

A partir de La Meca, Ibn Arabí sigue sus viajes por distintas ciudades y atraviesa por épocas en las que le acechan los problemas con los juristas, que, si bien son ocasionales, revistieron cierta gravedad, como cuando en 1207 (604 H) es amenazado de muerte en El Cairo, por lo que regresa a La Meca buscando refugio. Algún tiempo más tarde se dirige a Turquía, a Anatolia, y en la ciudad de Konya conoce al que sería uno de sus discípulos más importantes, transmisor de su obra en el oriente musulmán, Sadr al-Din al-Qunawi. Desde Konya viaja a Armenia recorriendo después el valle del Éufrates y Tigris, y más tarde Bagdad, donde conoce a Sihab al-Din Umar al-Suhrawardi, otro gran maestro autor de una de las obras cumbre del sufismo, el Awarif-ul-Maarif. Alepo fue su siguiente destino antes de llegar a Damasco. Allí permanece hasta su muerte, una vez alcanzada una gran reputación, que le valió honores e invitaciones en las cortes más prestigiosas de distintas latitudes geográficas.

La aportación de Sheij al-Akbar – el Más Grande de los Maestros, como se le conoce− a la historia del pensamiento universal se sustenta en la monumentalidad de su obra, con casi 400 títulos, y en la naturaleza de su propia vida que, como sucede en la mayoría de los casos de otros grandes sabios, se centra fundamentalmente en la oración, la contemplación y el contacto con otros místicos y santos sufíes. Alineado todo ello en torno a su visión teofánica del mundo espiritual, nos encontramos ante un gran número de obras metafísicas que revelan la envergadura espiritual e intelectual de este sabio andalusí. El alcance de su doctrina llega hasta las más altas cotas, tanto dentro del pensamiento islámico como universal.

Entre el ingente número de obras del filósofo murciano, la más leída, y considerada su testamento espiritual es Fusus al-Hikam (Engarces de sabiduría) que consta de veintisiete capítulos dedicados a los fundamentos esotéricos del islam. Pero su obra capital, dado su carácter enciclopédico, es la Futuhat. Consta de 560 capítulos que versan sobre los principios metafísicos que contienen distintas ciencias sagradas, e incluye sus propias experiencias espirituales. Debido a su carácter profundo y su autenticidad, la dimensión alcanzada por este compendio de ciencias esotéricas que se dan en el seno del islam, la convierte en la mejor obra de este género jamás escrita. Además de numerosas tratados y de sus obras fundamentales, entre sus escritos encontramos deliciosas obras poéticas −es también considerado como uno de los mejores poetas sufíes−con obras magistrales como el Taryuman al-Ashwaq (El intérprete de los deseos) y su Diwan.

Simbolismo y lenguaje

 

 El lenguaje en el que cristaliza la obra y la doctrina akbaríes reposa principalmente en un simbolismo que abarca todas sus formas, desde la poética o la matemática hasta la geométrica. Dentro del pensamiento sufí, el simbolismo ostenta un valor preeminente, pues constituye el lenguaje del Universo. Todo valor externo tiene también su significado simbólico, como también sucede en los principios de la religión y los sucesos que ocurren en el alma del ser humano. Ibn Arabí revela la realidad que expresa su obra a través de este lenguaje simbólico−al que denomina también “la expresión de lo inefable” – que debe de ser desentrañado en profundidad para que su significado interno pueda ser revelado.

El estudio de los pensadores islámicos que tan valiosa aportación ofrecieron a la literatura, la filosofía y al ámbito espiritual de Occidente, revela la fuerte deuda de la escolástica latina medieval cristiana a numerosos pensadores islámicos. Una vez latinizados como Alkindí (al-Kindi, 801-860), Alfarabi (al-Farabi, ¿870?-950), Avicena (Ibn Sina, 980-1037), Avempace (Ibn Bayya, alrededor de finales del siglo XI-1139) o Averroes (Ibn Rushd, 1126-1198), fueron contemplados junto a Aristóteles, Platón y otros pensadores cristianos seguidores de la Escolástica como Ramón Llull (1232-1316, Duns Scoto (1266-1308) y Roger Bacon (1214-1294), todos ellos impregnados del pensamiento sufí.

Según manifiesta el arabista Julián Ribera, el propio Llull admite que se sirvió de este sistema; fue considerado por ello un “sufí cristiano”, y utilizó diversas alegorías del maestro de Murcia.

Aunque con trescientos años de diferencia y credo religioso, Ibn Arabí (1165-1241) y San Juan de la Cruz (1549-1591) representan en sus respectivas épocas el máximo apogeo de la cultura y el pensamiento españoles. Los paralelismos o analogías entre la dialéctica e ideología de unos y otros místicos es innegable, y han sido objeto de no pocos estudios y debates. Recordemos la controversia que suscitó la tesis de Asín Palacios que defendía que Dante se inspiró en Ibn Arabí cuando escribió la Divina Comedia, antes de que se descubrieran las traducciones que se realizaron  por encargo de Alfonso X el Sabio en el siglo XIII,  primero al castellano y más tarde al latín y francés.

Hemos intentado aquí una leve aproximación a la colosal figura del, Más Grande de los Maestros, y hemos omitido muchos aspectos de su vida y obra, dada la magnitud del personaje.

 

CODA

También llamado Muhyi-l-Din (Vivificador de la Religión), a su muerte se le concedió el título honorífico de al-Sayj al-Akbar (Doctor Maximus, o también el Más Grande Maestro). Del mismo modo, recibió el sobrenombre de Ibn Aflatum (Hijo de Platón) cuando, tras la muerte de Averroes (Ibn Rušd) en 1198, parecía que el pensamiento racionalista concluía su ejemplar trayectoria, mientras que en Oriente se abrían nuevas vías que conducían al platonismo y a la filosofía de Avicena (Ibn Sina).

 

 

Ana María Carreño Leyva. Fundación El legado andalusí

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Los dos Horizontes. VV.AA. Edit. Consejería de Cultura, Educación y Turismo. Colección Ibn Arabí. Murcia, 1992.

Las iluminaciones de La Meca. Ibn Arabí. Edic. Siruela. Madrid, 1996.

Revista “Post Data”. Nº 15 Edit. Asociación de la Prensa Murciana.

 

 

[1] (l) Al-Jili, Abd al-Karim «De I’homme universel». Trad. Titus Buckhardt, París, Dervy Livres, 1975, p. 28.

 

 

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