Samarcanda, en el corazón de la Ruta de la Seda
Por Mohammed el-Razzaz (Camel)
“Quien quiera ir a China tendrá que cruzar siete mares, cada uno con su propio color, viento, peces y brisa, totalmente distintos a los del siguiente mar”.
Kitab al-Buldan (Libro de los países) del geógrafo al Ya’qubi (siglo IX).
Las caravanas que llegaban a China por tierra siguiendo la ruta fantasma, conocida como Ruta de la Seda, bien sabían sin embargo que el mero hecho de visitar Samarcanda merece por sí mismo, y justifica, los ocho mil kilómetros que separan China del Mediterráneo oriental.
Desde tiempos inmemoriales, Samarcanda ha fascinado a viajeros, peregrinos e, incluso, conquistadores. Alejandro Magno no tuvo que cruzar los mares de al-Ya’qubi cuando la conquistó en el siglo IV o, mejor dicho, cuando pensó que la había conquistado. En realidad, fue él el conquistado, y lo reconoció con estas palabras:
«Todo lo que he oído de la belleza de Samarcanda es cierto, salvo que es todavía más hermosa de lo que podía imaginar… «
Los árabes tampoco tuvieron que atravesar siete mares cuando, a principios del siglo VIII, marcharon hasta los límites occidentales de China, atraídos por la fama legendaria de Samarcanda y Bujara. Tan sólo tuvieron que cruzar un vasto terreno y un río para llegar a bilad ma waraa al-nahr’ (los territorios más allá del río), es decir, más allá del rio Amu-Darya (en el sur del actual Uzbekistán, antiguamente conocido como Transoxiana, que viene de Oxus, el nombre griego del Amu-Darya) y por fin conquistar Jiva, Bujara y Samarcanda.
En 750 los árabes se enfrentaron a los chinos (que habían saqueado Tashkent) en la Batalla de Talas y les derrotaron. El segundo secreto mejor guardado de China (tras el de la sericultura) fue desvelado a los árabes por los cautivos chinos: la fabricación del papel gracias a los… ¡árboles!. La primera fábrica de papel del mundo islámico fue fundada en Samarcanda. Le seguiría otra en Bagdad… y el mundo cambiaría para siempre.
Pero la prosperidad de Samarcanda y su esplendor se vinieron abajo cuando, en el siglo XIII, los jorezmitas (la dinastía gobernante) asesinaron a los recaudadores de impuestos mongoles, dando a Gengis Kan el casus belli perfecto: una ciudad entera sería arrasada en 1220. Esta ofensa sería duramente castigada, lavada con sangre uzbeca, y los supervivientes relatarían los horrores del genocidio a los cuatro vientos, como mensajeros del infierno. El asalto desencadenó un efecto dominó y olas de refugiados huyeron ante el avance mongol que, como la peste, se extendió a otros puntos de Asia Central, Persia y Oriente Medio.
Ghuri-Emir: La otra cara de Tamerlán
Como un ave fénix, Samarcanda volvería a levantar cabeza a partir de 1370, recuperada del trauma y bajo un nuevo liderazgo mongol no menos cruel que el de Gengis Kan: el del terrorífico Timur (o Tamerlán, como fue conocido en Occidente), que la convirtió en su capital. Aquí estoy, bajo la hermosa cúpula azulada de Ghuri-Emir, temblando ante la tumba del mismísimo Tamerlán, recordando la historia que me contó un viejo uzbeco al llevarme a una típica maison d’hôtes hace unos años: al abrir la tumba de Tamerlán, los antropólogos rusos −sin saberlo− desataron un maleficio para su país y ¡Rusia fue conquistada al día siguiente por Hitler! ¿La versión uzbeca de Tutankamón?
Tamerlán oscilaba entre la brutalidad de un guerrero infatigable y la exquisitez de un extraordinario mecenas. Esta mezcla de crueldad y refinamiento nos muestra la realidad paradójica de aquel mundo tan complejo. Lo cierto es que Samarcanda floreció, convirtiéndose en un centro de enseñanza y de peregrinación, dotado de magníficos palacios, madrazas y mezquitas monumentales construidas por arquitectos y artesanos traídos desde todos los territorios conquistados, de China y la India, e incluso de Irak y de Siria. Además, poetas, estudiosos y científicos gozaron de su mecenazgo y del de su hijo Shah Roj que extendió su atención a músicos, artistas y artesanos de todo tipo. La ciudad se hizo merecedora de títulos tan nobles y prestigiosos como: “la Roma de Oriente», “Edén del Asia Antigua » y «Perla del Mundo Islámico. Esto habría de cambiar definitivamente en el siglo XVI con el traslado de la capital a Bujara por decisión de una nueva dinastía asiática.
En el reinado del rey astrónomo
En el seno de este imperio surgirá en el siglo XV una gran figura histórica, un descendiente de la dinastía mongol que curiosamente no mostró ningún interés en el «arte» de la guerra, un hombre con un claro perfil vanguardista para su época.
El nieto de Tamerlán Ulugh Beg (1394-1449), gobernador de Samarcanda y de otras zonas del actual Uzbekistán, fue además mecenas de poetas, intelectuales y maestros de toda la región de Asia Central y Persia. Fue el impulsor de un nuevo frenesí constructivo y su reino marcó un renacimiento cuyos vestigios se pueden apreciar todavía en las tres madrazas que fundó, la más espléndida de las cuales brilla en Samarcanda.
Pero fue además astrónomo, y más que astrónomo, fue matemático y poeta. Sus tablas astronómicas fueron descritas como las más completas hasta la aparición de las de Tycho Brahe en el siglo XVI. Acercándome a su observatorio (llamado Gurjani Zij, del siglo XV) en Afrasiab (al norte de Samarcanda, en el actual Uzbequistán), he pensado en lo cruel que el destino puede llegar a ser: este hombre universal fue asesinado por su propio hijo, Abdul-Latif, quien a su vez murió asesinado por su propio ejército.
Ulugh Beg desapareció, pero su legado sobrevivió en el reino que verdaderamente importaba: el reino del cielo. Un cráter lunar lleva su nombre y el rey astrónomo vivirá para siempre junto a las estrellas que nunca se cansó de observar.
El Registán: Empieza la magia
Samarcanda es el corazón de la Ruta de la Seda y el Registán el corazón de Samarcanda. ¿Se puede imaginar uno lo espléndido que es? No, uno no se lo puede imaginar hasta que no lo tiene ante sus ojos, fascinado y sin palabras frente al conjunto monumental más fabuloso de Asia Central.
Aquí la gente contempla sin pestañear las tres maravillas que cubren tres de los lados de la plaza del Registán, tres madrazas cuyas fachadas nos ofrecen un completo resumen del arte mongol. Extrañamente, el nombre “Registán” significa plaza de arena, porque allí se tiraba arena para limpiar la sangre de los ajusticiados (era el lugar preferido para las ejecuciones públicas). A la izquierda está la fachada de la madraza de Ulugh Beg, construida por Kovamidin Shiruzí (1420), adornada con estrellas que rinden homenaje a Ulugh Beg, quien −en lugar de incendiar ciudades como su abuelo Tamerlán− daba charlas sobre astronomía en esta misma madraza.
El día se despeja paulatinamente, empieza a descubrirse el sol y sus rayos, embajadores del reino de la luz, inician su juego diario sobre las hojas florales dibujadas sin prisa y con extrema precisión sobre paredes que llevan las huellas de dibujantes y pintores de tiempos lejanos. El entramado de tallos y hojas se rinde a la tentación de la luz y las palabras escritas hace siglos por maestros calígrafos recobran la vida.
Pero ¡qué gran sorpresa! ¡El sol se encuentra ante otro sol! Y es que al lado opuesto de la plaza (a la derecha), está la famosa madraza de Sher Dor (‘la madraza del león’), construida en 1636 por orden del gobernador Yalangtush Bajdour. Una sola mirada es suficiente para comprender que el arquitecto Abduljabbar intentó reproducir la copia exacta de la madraza de Ulugh Beg. En cuanto a la decoración, el motivo es distinto: en lugar de estrellas se ven dos leones que parecen tigres y un sol que es más bien una cara mongol. Las dos madrazas están situadas a ambos extremos de la plaza, con otra madraza dominando el tercer lado y formando una “U”: se trata de la madraza de Tilla Karí (la madraza dorada), también construida por orden de Yalangtush en 1660. La fachada tenía que ofrecer un carácter diferente y esto explica el motivo floral que la domina.
Por fuera, el conjunto goza de una belleza hipnótica y, por dentro, de una paz y una tranquilidad permanentes.
Uno de los elementos más típicos de las madrazas de esta época es el pishtak (portal monumental con gran arco, flanqueado por dos torres-columna) que conduce a un enorme patio central con árboles. Cada lado tiene un iwán [1]centrado y habitaciones que ocupan dos pisos para la residencia de los estudiantes que venían de todo el mundo, entre ellos figuras tan destacadas como el poeta persa Omar Jayam, el genio escritor de los Rubaiyyat (Las Cuartetas). No debe sorprendernos que las ciudades de Uzbekistán regalaran al mundo intelectuales tan icónicos como Ibn Sina (Avicena), al-Biruni, al-Juarismi (latinizado como Algorizmi), al-Farghani (Alfraganus), al-Bujari y otros. Las ciudades de Samarcanda, Bujara, Jiva, Tashkent y Ferganá se convirtieron en centros de conocimiento tan importantes como Fez, Qayrawán, El Cairo, Damasco o Bagdad. El porqué de este florecimiento cultural tiene una historia larga y turbulenta, que será mejor explicar tras visitar otro de los símbolos de Samarcanda: Shah-i-Zinda.
Shah-i-Zinda: Volar en un sueño azul
Nos hallamos ante el estilo mongol en su máximo esplendor, con gigantescas cúpulas azules, un sinfín de mayólicas azuladas, frisos de caligrafía que fluyen como los ríos de Samarcanda, motivos florales y geométricos entrelazados hasta el infinito y una fórmula que aúna solidez y elegancia.
Los terremotos sembraron de cicatrices algunos de los monumentos, pero Shah-i-Zinda se mantiene aún en pie ante las inclemencias del tiempo. Shah-i-Zinda (que significa ‘el rey vivo’) es un espacio enorme de mausoleos presididos por cúpulas cubiertas de frisos con caligrafía y cerámica vidriada de color azul. El carácter melancólico de este cementerio imprime quietud y solemnidad, al tiempo que innumerables fachadas, cargadas con algunos de los paños de mayólica más espléndidos del mundo, nos ofrecen un tour-de-force del talento que alfareros, ceramistas y pintores nos legaron en la majestuosidad de los preciosos azulejos que albergan todas las tonalidades y matices del azul.
A lo lejos, la serena voz de un hombre citando versos del Corán nos conduce a la tumba más venerada del conjunto, la de Qusam lbn Abbas, un primo del profeta Muhammad que había llegado con los conquistadores árabes y que falleció en esta ciudad. Aquí no yacen reyes en el sentido convencional… aquí descansan los reyes que pertenecen al otro reino, los que viven como santos en los corazones de sus seguidores.
El mercado de Simbad el Marino
«Fui a Basora con un grupo de comerciantes y compañeros… me sentí mareado por las olas… pero me recuperé pronto y anduvimos entre las islas comprando y vendiendo. » (Del cuento “Simbad el Marino”, de Las Mil y Una Noches).
Durante el reino de Tamerlán, «las artes del libro» alcanzaron un nivel de perfección nunca antes logrado, gracias a los maestros de Bagdad y Tabriz. Son muchos los relatos fantásticos de Simbad en las Islas Wak-Wak, el Reino de las Mujeres, el Valle de los Diamantes y la Cueva de Ali Baba, pero aparte de esto, un mundo paralelo no menos mágico existía realmente en Samarcanda y en otros puntos de Asia Central y Persia. Se trataba de un mundo cuyos protagonistas incluían caravanas-fantasma, magos persas, princesas malditas y místicos ilustrados, un mundo de bazares lejanos, puertos secretos, mercados fragantes, talleres de miniaturistas ciegos y… ¡espera! ¿has dicho dibujantes de miniaturas ciegos? pues sí, maestros que dominaban su arte tras décadas de perfeccionar su estilo.
Hoy en día las miniaturas son una de las mercancías más apreciadas de Samarcanda; generaciones de jóvenes dibujantes ofrecen obras de calidad, aunque quizás fuera mejor buscar a los más viejos, cuyas obras muestran la autenticidad y maestría de esta tradición. Otra «compra obligatoria» es el suzani, tejido típico de la región, tradicionalmente de seda −pero no te preocupes, a precios razonables−, con todos los motivos imaginables, pero sobre todo con vistosas formas florales. Las mujeres de Samarcanda saben hacer maravillas con la seda y algo tendrá que ver con la situación geográfica de la ciudad, situada en el mismo corazón de la Ruta de la Seda.
Es hora de escuchar una nueva vieja historia… un relato de pasión y de traiciones que todavía se cuenta en las noches estrelladas de Samarcanda.
Bibi-Janum: El beso que hizo tambalear un imperio
Se dice que Tamerlán amaba locamente a su joven mujer Bibi-Janum y que decidió construir una mezquita-mausoleo única para la esposa del «Sultán del Tiempo». Testigos de la construcción de esta maravilla dijeron que Tamerlán trajo unos noventa elefantes de la India para levantar las piedras. Pero algo quedó incompleto y ningún arquitecto podía culminar el edificio por culpa de un reto técnico.
Por fin llegó un joven arquitecto que se acercó a Tamerlán, ofreciéndole su servicio y aceptando la amenaza del sultán. Sin embargo, a pesar del virtuosismo técnico del joven, la tentación del amor prohibido le empujó a aprovechar la ausencia de Tamerlán para seducir a la hermosa Bibi-Janum: terminar el edificio tenía un precio y dicho precio fue un beso de la princesa. Aquí la historia se vuelve nebulosa, pero lo que parece cierto es que el arquitecto besó a la princesa y, al regresar, Tamerlán lo descubrió.
¡Qué horror! Es mejor no desvelar aquí destino del arquitecto, pero en el castigo para la princesa fue mucho más laxo: parece que fue condenada únicamente a no salir del palacio. El sultán que había conquistado todo Oriente no pudo fingir mayor dureza para con su princesa.
La lujosa vida en la época de mayor apogeo de los mongoles, la magnificencia y el poder que ostentaban queda de manifiesto en las dos inmensas cúpulas junto a la fachada monumental. Dicho poder atrajo a muchos embajadores, pero sobre todo destacan dos, Ruy Gonzáles de Clavijo e Ibn Jaldún que tienen algo en común: ambos fueron a Samarcanda a principios del siglo XV para entrevistarse con Tamerlán, aunque por motivos muy diferentes. El madrileño fue embajador de Enrique III ante Tamerlán porque quería formar una alianza contra los turcos; mientras que el gran historiador árabe sólo quería reunirse con él. El primero fracasó en su misión. Sin embargo, nos dejó un legado literario muy importante y el relato titulado Embajada a Tamorlán que presenta ciertas similitudes con los relatos de Marco Polo (El Libro de las Maravillas).
Ahora nos queda una última excursión alejada de los itinerarios turísticos, frecuentados por los grupos de turistas franceses y rusos. Os proponemos las mezquitas menos conocidas de la ciudad: Hodja Nisabbador, Imam y Aksaskal, todas ellas un oasis de paz. La judería de Samarcanda es otro tesoro bien escondido. Una mujer mayor nos observa, percibe que estamos perdidos y, sin saber cómo, nos lleva a la sinagoga que andábamos buscando con una sonrisa orgullosa.
La ciudad nos ha cautivado, la llamada del Registán es irresistible, y al poco tiempo nos encontramos de nuevo ante ella. La noche se desliza y las cúpulas iluminadas de Samarcanda brillan como orbes celestes conscientes de su esplendor que sigue fascinando a todos los amantes de lo precioso en este mundo.
Mohammed EL-RAZZAZ (CAMEL)
Escritor y profesor de la Cultura Mediterránea.