Venecia, la tentación de Oriente
(Parte I)
Escaparate eternamente iluminado donde se conjugan con gracia la fragilidad y el exceso, en Venecia todo destila artificio. El más prodigioso acontecimiento urbanístico, como decía Le Corbusier, es una ciudad insensata, extravagante, inaudita, inverosímil; un desafío de las leyes de la lógica.
Sus orígenes se pierden en el limo fértil de las leyendas allá por el siglo V, cuando los primeros venecianos, huyendo de las hordas bárbaras de Atila, se instalaron sobre el rosario de islas de la laguna. Construida sobre bancos de arena inundados de agua, la sostienen millones de pinos, olivos y robles llegados de los Alpes; los palacios y las iglesias de mármol, los amores y las contradicciones de los hombres, las historias y la Historia descansan sobre un bosque puesto al revés. Y ello en una isla donde la madre Natura está proscrita ─a excepción de los Giardini, capricho napoleónico que nunca se integró en el horizonte de campanarios y mástiles altivos. Erigir un sueño sobre canales: labor de poetas, sin duda, a los que junto a los materiales de construcción al uso añadieron las fases de la luna, los flujos y reflujos de la mar, las brumas, las líneas casi nunca rectas en imposible equilibrio. Extraordinario resulta que la estructura de apariencia quebradiza llegara a dominar gran parte del Mediterráneo y de la vieja Europa. Comerciantes encarnizados y sutiles, los venecianos transformaron rápidamente su reino en un estado poderoso. En el siglo XIII, la Serenísima República, «Dueña y señora de un cuarto y la mitad de un cuarto del Imperio Romano», había extendido sus tentáculos hasta tierras del gran Khan. En sus mercados se ofrecían telas tan exquisitas, perfumes tan embriagadores, piedras tan preciosas que solo podrían venir de aquella tierra de castillos de pedrería vislumbrados por el fabuloso viajero Mandeville.
Si las aguas constituyeron su origen y su destino, Oriente forjó su fortuna. Los ríos, enquistados en el tiempo, son las grandes metáforas de su historia. Como ellos, el Canal Grande, al paso de nuestro vaporetto, reaniman sonidos, restos del pasado: los esponsales del gran Dogo con el Adriático, en una ceremonia que culminaba con una alianza de oro con la Laguna como fondo; el comercio, las cruzadas, las posesiones coloniales que harían de la cuidad el eje de un imperio marítimo construido sobre las ruinas de la Romania.
Interior de la Basílica de San Marcos.
Venecia, ese otro Bizancio, loba solitaria temida y detestada por casi todos, fue un feliz punto de encuentro entre el orbe cristiano y el musulmán, entre el Levante y el Poniente, cuando, hacia el siglo XI, la capital de Constantinopla inicia su ocaso como centro comercial y cultural, las ciudades ribereñas italianas toman su relevo en el papel de eje de comunicación con Oriente.
La de menos escrúpulos o la de más acerada inteligencia estaba llamada a ser la nueva dueña del Mediterráneo. Cuando, por motivos de la Cuarta Cruzada, Venecia acepta transportar los ejércitos cristianos a Tierra Santa, por la Gloria de Dios, ochenta y cinco mil marcos de plata y la mitad del botín, comienza para la Serenísima la hora de la gloria. Su basílica, esa iglesia “de piratas enriquecidos con todos los despojos del universo”, como quería Gautier, acumula con avidez tesoros sin número. Las plazas de Creta, las Islas Jónicas o Chipre se ordenarán con el león alado de San Marcos.
El león alado, símbolo de Venecia.
En los barcos que se abren paso desde Alejandría hasta Inglaterra, viajan, junto a las especias, las telas y otras chinerías, los ciclos celtas, las leyendas del rey Arturo o la geografía árabe, deseosos de volcarse en un océano de lenguas. De antiguo mar romano a lago musulmán, del dominio de los mercaderes latinos ─venecianos, genoveses, catalanes─ a servidor de los turcos, el Mediterráneo fue siempre un espacio para el diálogo. De 1262 a 1330, periodo de apogeo de las repúblicas italianas, el compartido Mare Nostrum volvía a ser lo que fue en los mejores tiempos del Imperio Romano: un centro de intercambios económicos y culturales, el corazón de la civilización, ahora en un mundo más complejo y poblado.
Vista de la «Punta della Dogana».
En el año 1486, cuando los portugueses doblan el Cabo de Buena Esperanza, la Serenísima quedará herida de muerte. A partir de entonces las preciadas mercancías asiáticas van a ganar Europa por mar, desmantelando la ruta de la seda, monopolio casi exclusivo de los venecianos. Pese a la gran victoria de Lepanto en 1571, no volverá a recuperar ya la posición que ocupaba. Cesará entonces de mirar hacia el Este para recordar que es Europa… Todo esto, las fachadas lo cuentan. Asia, el Medio y Próximo Oriente son los componentes privilegiados del gótico florido, de encajes de mármol, especifico de Venecia. Después vuelta hacia Roma, Austria o al espíritu versallesco, llegarán el barroco y el clasicismo que duran los tres siglos que tarda en desmoronarse su independencia.
En el siglo XVIII la República de Venecia se va extinguiendo, pero, como reacción, la vida en la ciudad es toda bullicio y placer, gracias a su famoso carnaval y a los casinos ─ridotti─ clandestinamente instalados en lugares discretos. En la noche se ganan y pierden grandes fortunas, sus cortesanas llegan a ser más famosas que sus palacios. No hubo entonces ciudad más libre ni disoluta, aunque tal vez su exuberancia no hiciera sino encubrir la profunda desesperación del que barrunta su próximo final.
Fachadas sobre canales.
Es corriente, cuando se habla de la Venecia antigua, subrayar el genio comerciante de sus ciudadanos, dispuestos a traficar con tejidos, especias, esclavos, reliquias de santos, en fin, con todo aquello de que pudiera sacarse algún provecho con el cinismo más absoluto. Pero recordar sólo que fue la inventora del capitalismo y de las letras de cambio, pretender que no hubo en su historia más que «mercaderes de Venecia» no es hacerle justicia. Las bagatelas de vidrio de Murano que se almacenan hoy en los escaparates como souvenirs, se remontan a una tradición floreciente en las islas de la Laguna desde el siglo X.
De los talleres venecianos salieron además algunos de los libros más hermosos jamás editados. Nombres como los de Jonson, Ratdolt o Manucio han pasado a la historia de la tipografía. De sus estudios salieron las primeras impresiones del Cancionero de Petrarca, del Decamerón o de la Divina Comedia; la obra médica de Averroes se imprimió por primera vez en Venecia en el año 1490. La ciudad era a fines de ese siglo una verdadera encrucijada cultural, donde vivían numerosos eruditos griegos. El hecho de que el nuevo arte de la imprenta haya encontrado un centro de irradiación importantísimo en Venecia no es sorprendente, en la medida en que la Reina del Adriático, con más de 100.000 habitantes, era una de las ciudades más grandes de Europa y un centro crucial entre el norte y el sur, entre los mundos griego y latino, cristiano y musulmán.
Rara y milagrosa capital, no ha dejado de imantar desde hace diez siglos a viajeros de todos los horizontes. Desde hace siglos los trotamundos hacían su aparición para ser sustituidos más tarde por visitantes que, venidos de Asia y de toda Europa, se apresuraban sobre la plaza de San Marcos para contemplar las mismas construcciones ante las que se detienen los turistas de hoy. Los venecianos utilizaron los cuantiosos beneficios de su monopolio marítimo para empezar a construir sus grandes palazzi, iglesias y edificios públicos, de estilo bizantino primero, gótico después, palladiano en suma; Venecia se convertía en un museo vivo de la arquitectura europea.
El Gran Canal desde el Museo Guggenheim.
Mayté P. Bognar. Hispanista